Cada vez que la revista Forbes publica su lista de los hombres más ricos del mundo, son muchos quienes se llevan las manos a la cabeza por las milmillonarias fortunas que acumulan unos pocos hombres. ¿Cómo es posible que el dinero esté tan mal distribuido en el mundo? ¿Cómo es posible que unas pocas manos acumulen los recursos que podrían alimentar durante mucho tiempo a tanta gente?
Por ejemplo, si un señor tiene una fortuna de 40.000 millones de euros, es fácil echar cuentas y concluir que 40 millones de personas podrían recibir una asignación de 1.000 euros (o un millón de personas, las más desfavorecidas de un país, una compensación de 40.000 euros). ¡Y estamos hablando de redistribuir la riqueza de una sola persona! ¿Qué sucedería si tomáramos la riqueza de 100 ó 1.000 de estos superricos? Es normal que algunos incluso elucubren con la posibilidad de que, atacando solo algunos de estos patrimonios, pueda ponerse fin a la pobreza en el mundo.
El asunto, por supuesto, dista de ser tan simple. Estamos habituados a imaginarnos a los multimillonarios como personas con una inmensa cantidad de dinero en efectivo: algo así como un Tío Gilito al que le gusta zambullirse entre sus monedas de oro y billetes de banco. Sin embargo, el dinero en efectivo es sólo uno de los muy diversos activos que componen el patrimonio de un multimillonario; y en ocasiones, uno de los activos con una presencia más reducida.
El rico, salvo marginales excepciones, no es la persona que tiene mucho dinero, sino la persona que tiene muchos activos muy valiosos: acciones, bonos, inmuebles, locales comerciales, suelo, empresas no cotizadas, etc. Cuando se dice que un multimillonario posee una riqueza de 40.000 millones de euros, lo que en realidad se está afirmando es que el valor de mercado estimado de todos los activos que comprenden su patrimonio asciende a 40.000 millones de euros.
Pero, y esto es lo fundamental, el valor de mercado de un activo no subsume el valor de todos los bienes presentes que ya ha contribuido a producir, sino el de todos los bienes futuros que se espera que produzca. O dicho de otra manera, quien posee 40.000 millones de euros en activos no dispone de 40.000 millones de euros en bienes de consumo inmediatamente disponibles, sino la más o menos razonable expectativa de que sus propiedades generarán (o contribuirán a generar) en los próximos lustros unos bienes de consumo valorados hoy en 40.000 millones de euros. Verbigracia, si una tierra de labrar se vende por 100.000 euros no es porque vaya acompañada de un almacén adosado que contenga abundantes toneladas de trigo valoradas en 100.000 euros, sino porque se espera que esa tierra sirva a cultivar a lo largo de las próximas décadas una cierta cantidad de trigo cuyo valor presente es 100.000 euros.
Por consiguiente, si un archirrico quiere disponer de parte de su riqueza tendrá dos opciones. La primera y más razonable, si es que el tiempo no le apremia, es la de gastar año a año los rendimientos que percibe por esos activos (los beneficios distribuidos de sus compañías, los dividendos, los intereses, los alquileres, etc.). Conforme el tiempo pasa, los activos van fabricando una pequeña porción de aquellos bienes de consumo futuros que les daban valor en el pasado: y son justamente esos bienes de consumo los que sí pueden disfrutarse sin demasiadas complicaciones (aunque con ciertas limitaciones, pues parte de la renta periódica que proporcione un activo deberá destinarse a reponer, mantener y amortizar ese activo).
La segunda y más radical opción, si es que el tiempo le apremia, pasa por liquidar todo su patrimonio, pero aquí ya comienzan los problemas: el importe que previsiblemente obtendrá de una venta apresurada de una enorme cantidad de activos no será ni mucho menos tan alto que si sólo tuviera que vender una pequeña porción. Al cabo, para colocar a buen precio todos sus activos, será necesario encontrar a suficientes ahorradores que, primero, dispongan de cuantiosos ahorros en efectivo que, segundo, deseen utilizar en la adquisición de esos activos. ¿Sencillo? Ni mucho menos. Para empezar, el canje de efectivo por activos no constituye ni mucho menos una decisión automática: quien tiene efectivo no se encuentra sometido a ningún riesgo y puede gastarlo en cualquier momento ya sea en consumir o en invertir; quien posee un activo, en cambio, tendrá que soportar los riesgos inherentes a la inversión, esperar a que le vaya proporcionando una renta con el paso del tiempo y verse en el brete de tener que liquidarlo si es que necesita hacer frente a un imprevisto.
Pero además, el volumen de ahorros en forma de bienes de consumo intercambiables no es tan abundante como para absorber cualquier oferta de activos. Por ejemplo, el valor de mercado de todas las bolsas en 2011 alcanzó los 45 billones de dólares, mientras que el PIB mundial –el valor de todos los bienes y servicios producidos– se situó en 65 billones. Teniendo en cuenta que alrededor del 70% del PIB consistirán en bienes de consumo (45 billones), el máximo importe que podrían aspirar a consumir los accionistas de empresas cotizadas equivaldría a 45 billones de dólares, y ello bajo el muy restrictivo supuesto que toda la población mundial decidiese no consumir nada durante ese ejercicio y que los propietarios de otros activos (inmuebles, empresas no cotizadas, bonos, etc.) no decidieran liquidarlos al mismo tiempo para adquirir bienes de consumo.
Y precisamente aquí se encuentra la razón de por qué la redistribución de la riqueza de los archimillonarios no serviría en absoluto para erradicar la pobreza en el mundo. Por un lado, porque si lo que queremos es elevar la calidad de vida actual de los más desfavorecidos (esto es, elevar su consumo), ya sabemos que los valiosos activos de los ricos no se pueden comer ni trocar por grandes cantidades en bienes de consumo en el presente. Si, por otro, nuestro objetivo es convertir a los más desfavorecidos en rentistas (propietarios de activos que proporcionen una renta periódica), lo que debemos tener presente es que esos activos monitorizan y son parte integral de todos los procesos productivos de una economía.
Sería una completa ficción el pensar que la productividad de una economía puede mantenerse con independencia de quien controle (y tenga una capacidad de decisión última) las empresas, los inmuebles o las materias primas de esa economía. Alterar políticamente la estructura patrimonial de una sociedad va aparejado a mutar las estructuras financieras y productivas de prácticamente todas las compañías, lo que repercutirá en su capacidad para producir bienes y servicios valiosos.
Por ejemplo, si les arrebatamos el control de Google a Sergei Brin y Larry Page para entregárselo a millones de personas repartidas por todo el mundo, es bastante probable que alguno de los siguientes escenarios (o todos ellos) se materializaran: Google perdería la visión estratégica de sus fundadores que es la que lo ha hecho grande; los accionistas minoritarios se unirían para reclamar una mayor remuneración en perjuicio no ya de la capacidad de la empresa para crecer y seguir generando riqueza, sino incluso de la capacidad de la empresa para reponer su equipo de capital actual; la dirección de Google lo tendría más fácil para no ser fiscalizada por millones de dispersos accionistas y podría asignarse sueldos mucho mayores; y la visión desorientada de la compañía la llevaría a perder cuota de mercado y a sucumbir ante sus mejor gestionados competidores.
Imaginen este devastador proceso pero a escala generalizada. No: ni podemos comernos los activos en el presente ni tampoco redistribuirlos de manera arbitraria sin afectar a la comida disponible en el futuro. Sí: hay algunos individuos que son tremendamente ricos, pero si no han recibido ningún favor gubernamental, lo son en la medida en que han generado muchísimo valor para millones de consumidores. Si lo que queremos es que haya más ricos en una comunidad, lo que necesitamos no es perseguir la acumulación de capital, sino facilitarla tanto como sea posible (reducir impuestos y regulaciones). Recuerde: el que haya muchos ricos no le dificulta a usted la labor de hacerse rico; al contrario, se la facilita enormemente.
El Sr. Rallo es profesor de Economía de la Universidad Rey Juan Carlos, autor de Los errores de la vieja economía. Editor de Economía del programa Es la Noche de César de esRadio. Miembro del panel de Opinión de Libertad Digital. Sígalo en Twitter: @juanrallo