¿Puede resultar de interés un órgano de nombre tan gris como el Consejo de Política Fiscal y Financiera? Por supuesto. Por las venas de las Administraciones Públicas circula nuestra sangre. Y tenemos demasiada anemia para no preguntar para qué nos exigen más transfusiones.
Se discutía en el Consejo el déficit de las Comunidades Autónomas. La diferencia entre lo que ingresan y gastan: a cargo, como todo, del ciudadano. En nuestra vida privada, procuramos limitar el gasto a lo que ganamos. Pero las Administraciones hacen lo contrario. Por nuestro bien, dicen. Y a nuestra costa.
El Estado Central impuso a las Comunidades un tope del 1,5 por ciento de déficit sobre su PIB. Aceptaron a regañadientes, salvo Cataluña y Canarias, que se abstuvieron, y Andalucía, que se opuso. Griñán alegó "defensa del Estado de Bienestar". Pura demagogia: precisa dinero para subvenciones, fondos de reptiles, estructuras clientelares y oscuras empresas públicas.
El problema de fondo es grave, pero simple. Estado, Comunidades y Ayuntamientos no solo gastan lo obtenido mediante impuestos: se endeudan más allá de toda prudencia. Y atrapan para ello todo el crédito disponible, imposibilitando que los ciudadanos obtengan dinero de los bancos.
Además, los Estados idearon un fraudulento mecanismo. El Banco Central Europeo – que ostenta el monopolio de la emisión de dinero - presta a los bancos una inmensa cantidad a un interés del 1 por ciento. Éstos compran así Deuda Pública al 5 por ciento. Negocio seguro. Y puro teatro: mientras los particulares carecen de crédito, los bancos hacen el trabajo sucio a un Banco Central que tiene prohibido prestar a los Estados. Los Gobiernos se quedan el dinero barato que no llega a los ciudadanos, y animan a los Bancos a “dar crédito a proyectos viables y familias solventes”. Un juego macabro: culpando a otros, los gobernantes expulsan al ciudadano del crédito, el empleo y la esperanza. Algunos solo lo llaman "efecto crowding-out".
Por eso, es esencial reducir el déficit. Eliminarlo, mejor. Los políticos dicen querer preservar el "gasto social", pero se refieren al "gasto popular": el que evita el malestar que afecta al voto ciudadano. Un político responsable no solo estaría hoy recortando todo gasto prescindible, sino favoreciendo las iniciativas privadas que permiten a mucha gente comer, vestir, alojarse y no caer en una brutal exclusión social.
Ayer les tocaba a los Gobiernos autonómicos. No alegan ya "políticas de estímulo" para justificar su déficit: en nombre de Keynes se han promovido demasiadas obras faraónicas y enriquecido amiguetes mientras se impagaban deudas farmacéuticas y se arruinaba a proveedores honrados. El estímulo siempre fue un engaño.
El principal cometido de las Administraciones Públicas debería ser no arruinar más a la gente. ¿Cómo? Reduciendo gasto, aliviando la letal presión fiscal y pagando las deudas contraídas. De ahí la relevancia del Plan para financiar las deudas con proveedores que ha aprobado – por unanimidad, claro – el Consejo de Política Fiscal. Desconfío del músculo financiero del Estado, y recelo de la articulación concreta de este Plan. Pero que las empresas se arruinen porque una Administración las contrató es tan antieconómico como aberrante.
Nada de esto bastará de no permitirse un ajuste rápido y eficiente que reparta trabajo y renta de forma natural: un verdadero mercado libre. Solo una liberalización profunda permitiría que la dura realidad –somos más pobres de lo que creíamos- se tradujese en una rebaja general de las rentas en vez de en millones de personas expulsadas del mercado laboral o, en el mejor de los casos, de la economía formal.
Déficit, deuda e impuestos abusivos son ya una sangría insoportable en un país con grave anemia. Ojalá el Consejo de Política Fiscal haya contribuido a detenerla. A que la Administración deje de ser la peor amenaza para nuestra salud.
El Sr. Tímermans del Olmo es profesor de Historia de las Instituciones Financieras de la Universidad Rey Juan Carlos. Miembro del panel de Opinión de Libertad Digital. Sígalo en Twitter: @asistimermans