Casi por primera vez desde que empezó la crisis, impera la responsabilidad y el sentido común en la clase gobernante. La reforma laboral aprobada por el Gobierno del PP el pasado viernes va en la buena dirección, ya que dota de mayor flexibilidad al mercado de trabajo nacional. Si alguien aún se pregunta a estas alturas cómo es posible que tengamos una de las tasas de paro más elevadas de Europa e incluso del mundo desarrollado tan sólo debe atender a un criterio: rigidez. El mercado laboral español es uno de los más rígidos del mundo, a la altura de países tercermundistas, según el Banco Mundial. Y esto es, precisamente, lo que tratará de corregir, con mayor o menor éxito, el cambio normativo que acaba de traducirse.
Los puntos fuertes de la reforma se resumen, básicamente, en cuatro: prioridad del convenio de empresa en las grandes compañías; las pequeñas y medianas empresas tendrán más facilidad para descolgarse de los convenios colectivos en caso de que registren dificultades (pérdidas o caída de ingresos o ventas durante dos trimestres consecutivos); el abaratamiento del despido: y el fin de la ultraactividad, por la cual la vigencia de convenios colectivos se prolongaba de forma ilimitada hasta que se acordara uno nuevo (ahora se limita a dos años como máximo).
Pese a ello, siendo todos estos elementos relevantes y positivos para tratar de mejorar el arcaico marco laboral existente en España, cabe preguntarse por qué las pequeñas y medianas empresas (la inmensa mayoría) deben aún ceñirse a las condiciones laborales que marcan las elites sindicales (CEOE, CCOO y UGT). Es decir, ¿por qué el Gobierno discrimina a las pymes frente a las grandes compañías a la hora de disfrutar de plena flexibilidad interna? Por flexibilidad ha de entenderse el margen con el que cuentan empresarios y trabajadores para acordar libremente las condiciones laborales que rigen la actividad de la compañía. Así, el Gobierno otorga tal posibilidad a las grandes, mientras condena al resto a seguir atadas al convenio colectivo siempre y cuando las cosas vayan más o menos bien. En este ámbito, clave para reducir la tasa de paro, la legislación debería actuar justo al revés: todas las empresas, sin excepción, deberían poder negociar, y por tanto fijar, libremente hasta el último punto de sus relaciones laborales, pudiendo 'colgarse' de un convenio colectivo si así lo desean, no al revés. O dicho de otro modo, la farragosa e intervencionista legislación laboral imperará siempre y cuando no exista un acuerdo en contrario fijado por las partes. De este modo, la capacidad de decisión se trasladaría por completo desde la patronal y los sindicatos -bajo la omnipotente supervisión del Gobierno- al empresario y al trabajador. Eso es, precisamente, lo que significa la libertad de contrato, un aspecto esencial de toda economía de mercado.
Sin embargo, el Gobierno aún mantiene el paternalismo laboral propio de la época franquista, tratando a empleador y empleado como niños estúpidos e irresponsables que desconocen lo que realmente les conviene. La reforma mejora mucho lo existente hasta ahora en este ámbito, es cierto, de ahí que sea muy positiva respecto a lo que había antes, pero claramente insuficiente si se compara con la libertad laboral que existe en otros países mucho más avanzados.
Sin duda, muchos tildarían de "horror" y "drama" tal extremo. ¡Cómo va a permitir el Gobierno que empresario y trabajador acuerden libremente sus condiciones laborales! ¡Qué desfachatez e inmoralidad! Y, sin embargo, esto es lo que ocurre en EEUU, primera economía mundial a día de hoy (no por casualidad, y pese al creciente intervencionismo económico del Gobierno federal). Así, por ejemplo, en EEUU la ley no fija ningún tipo de indemnización por despido, ya que ésta es acordada por las partes, lo cual, por cierto, hace que tampoco existan límites (ni de tiempo ni de cuantía) para cobrarla (puede ser muy superior a la vigente en España); el Gobierno tampoco establece la duración de los contratos en práctica ni de los temporales; la mayoría de las condiciones son negociadas entre empleador y trabajador, primando siempre el convenio de empresa sobre el resto, sin excepción.
Al igual que España, EEUU ha sufrido -y sigue sufriendo- la mayor crisis económica desde la Gran Depresión de los años 20, y su tasa de paro oficial apenas supera el 8%. Así pues, bienvenida sea la reforma laboral del PP... Pero qué pena que tan sólo se haya quedado en eso. La reforma ideal debería, simplemente, establecer la libertad de contratos (salarios incluidos). España pasaría así a gozar de uno de los mercados laborales más flexibles del mundo, lo cual, unido a otras reformas liberalizadoras del sector productivo para relanzar el crecimiento, acabaría convirtiendo el paro en un mero anacronismo. La clave de la prosperidad es la libertad, sin ambages, adjetivos ni limitaciones... Sin medias tintas.