Acaban de proclamar CCOO y UGT que, atendiendo a la ultraliberal reforma laboral del viernes, España se ha comportado como si de un país intervenido se tratara. Qué insensatez: ¿para qué atender a los dictados de la Troika como si fuéramos una Grecia o un Portugal cualesquiera cuando podemos seguir obviando la crisis y prorrogando el pasteleo estéril de sindicatos y patronal? Lo cierto es que, conscientes o –más probablemente– no, las centrales sindicales mayoritarias han colocado el dedo en la llega al compararnos con los países intervenidos por la Troika: en materia laboral, España está en peor situación que Grecia, Portugal o Irlanda. Tan disfuncional es nuestro mercado laboral, tan catastrófica ha sido la permanente injerencia de los sindicatos, que ni siquiera un país quebrado y con riesgo inminente de abandonar el euro como Grecia nos hace sombra en materia de paro.
Desde luego, la reforma laboral no es perfecta, pero no por ser demasiado radical y demasiado liberal, como afirma la izquierda extrema, sino, en todo caso, por serlo insuficientemente. Aunque, tras conocer los detalles del texto legal, parece que sí se han dado pasos bastante significativos en la buena dirección –sobre todo en lo que a desarmar la negociación colectiva se refiere–, acaso habrá que lamentar que no se haya aprovechado la histórica coyuntura para limpiar enteramente de polvo y paja nuestra añeja legislación laboral, dando mucha más autonomía a las partes para negociar sus condiciones contractuales (incluyendo el despido) y sacando a todas las empresas de los convenios colectivos que no hayan libremente suscrito o a los que se hayan libremente adherido. El Gobierno, en cambio, ha optado en vano por mantener formalmente la caduca carcasa de la negociación colectiva y de los tropecientos tipos de contratos reglados –vaciándolos en parte de contenido– para, entre otras cosas, no enfurecer a quienes, como los sindicatos, medran y se legitiman gracias a la crispación social, sin que, claro está, ello le vaya a servir en absoluto para comprar ninguna "paz social".
Como el escorpión en la fábula de Esopo, está en la naturaleza del sindicalismo espolear el resentimiento, el frentismo y, en definitiva, la "lucha" de clases. Por desgracia, nada nuevo bajo el Sol: llevan siglo y medio promoviendo la incivilización anticapitalista y no parece que estén demasiado interesados en rectificar, sobre todo cuando han convertido a afrenta permanente a la sociedad abierta y a la cooperación social pacífica en su muy rentable modo de vida. Mas, en cualquier caso, ese nada original discurso populista sí resulta harto peligroso en una situación como la actual, en la que por fuerza se están repartiendo las pérdidas derivadas de una muy inflada burbuja inmobiliaria y de una crisis agravada por el intervencionismo gubernamental y sindical.
Es verdad que los sindicatos, y la izquierda en general, han perdido gran parte de su legitimidad tras esa desastrosa gestión de las finanzas públicas y del mercado laboral, pero el irresponsable riesgo de una escalada en la conflictividad social sigue ahí y no porque el mercado laboral se haya abierto al fin un poquito, sino porque algunos han gozado durante décadas de las mieles de mantenerlo cerrado a cal y canto, de modo que cualquier liberalización la observan como una intolerable amenaza a sus privilegios.
Sabido esto, ahora sólo falta que el Ejecutivo no trate de buscar apaciguadoras contrapartidas para el recorte parcial de las prebendas sindicales que ha acometido con su reforma laboral. De hecho, en lugar de tratar de comprar sus voluntades, habría que proceder de inmediato a revisar –es decir, a finiquitar– todos sus mecanismos de financiación, tanto directos como indirectos, a costa del erario público. No combatamos sus liberticidas amenazas con más intervencionismo, sino con mucho menos: es decir, no tratando de resarcirles por el hecho de que su capacidad de dañar a los españoles se haya reducido, sino eliminando el resto de injustificables privilegios que todavía hoy conservan.