La mayoría de relaciones de nuestra sociedad se basan en la confianza; fundamentalmente en la confianza de que los demás cumplirán sus promesas. Cuando depositamos nuestro dinero en el banco, confiamos en que la entidad será capaz de devolvérnoslo cuando se lo reclamemos; cuando aceptamos intercambiar nuestra propiedad a cambio de una transferencia bancaria, de un cheque o de un cargo en la tarjeta de crédito de otra persona, confiamos en que el banco será capaz de proporcionarnos el dinero tan pronto como se lo reclamemos; cuando les concedemos a nuestros clientes un plazo de unos meses o semanas para que nos paguen, confiamos en que lo harán, etc. Sin confianza, las relaciones que implicaran intercambios a medio o largo plazo serían imposibles. Sin confianza, por tanto, la inversión a largo plazo sería más bien escasa y los pagos aplazados, basados en el crédito, prácticamente inexistentes.
No es lugar para explicar las ventajas de un sistema que permite las relaciones a crédito sobre uno que las restringe todas al contado (basta decir que en este último ni siquiera tendrían cabida las cámaras de compensación, lo que ralentizaría enormemente todos los intercambios), pero sí debe quedar claro que una economía que utilice los pagos a crédito es potencialmente más inestable que una basada en los pagos al contado, por cuanto la primera de ellas fluctuará con los bandazos de la confianza entre los individuos, mientras que la segunda no. Si un proveedor suele concederles a sus clientes un plazo de 90 días para que le paguen, esos clientes estarán adaptados a operar sin disponer del efectivo necesario para pagar sus deudas hasta 90 días después de haber recibido el género, de modo que si de repente al proveedor le entra el miedo de vender a crédito sus mercancías y exige que todos le paguen al contado, esas relaciones comerciales se interrumpirán a menos que los clientes sean capaces de captar enseguida el efectivo que requieren.
Por desgracia, como los pagos a crédito sustituyen a los pagos al contado, no todos los agentes pueden conseguir al mismo tiempo efectivo. A largo plazo, la economía podrá adaptarse –por ejemplo, mediante reducciones de precios– pero lo hará en gran medida a costa de que muchas relaciones económicas se suspendan: es decir, no sólo caerán los precios, sino que también se destruirá riqueza.
El caso más conocido es el de los bancos. Si una economía está muy bancarizada –es decir, si los agentes económicos no sólo pagan y cobran en efectivo, sino en pasivos de los bancos–, y los individuos pierden de repente su confianza en la solvencia de los bancos, automáticamente dejarán de utilizar esos pasivos bancarios como medios de pago –sólo aceptarán cobrar en efectivo– por lo que no todas las transacciones que se estaban efectuando en la economía real podrán seguir realizándose. Si hay menos medios de pago, los precios deberán ajustarse a la baja, y si los precios se reducen, también deberán hacerlo los costes de las empresas (si no, padecerán fuertes pérdidas); pero todos estos ajustes suelen ser lentos e irregulares, por lo que compañías que eran perfectamente rentables podrían dejar de serlo.
Los potenciales efectos devastadores de una restricción de los pagos a crédito para una economía son tanto mayores cuanto más crédito de peor calidad se haya estado usando durante más tiempo en esa economía. La razón es fácil de comprender: si los créditos que se utilizan como medios de pago son a corto plazo y de muy elevada calidad, el pánico no podrá durar durante mucho tiempo, pues los bienes con los que tienen que amortizarse esas deudas ya existen y por tanto no podrá dudarse demasiado de su solvencia. Si, en cambio, los créditos que se emplean como medios de pago son a muy largo plazo y de escasa calidad, cualquier disrupción será muy complicada de corregir, precisamente porque el pecado original es que esos créditos jamás deberían haberse empleado como medios de pago, contaminando al conjunto de la economía.
Por ejemplo, no es lo mismo que se desconfíe de bancos que son en lo fundamental solventes y líquidos –porque su activo está invertido en proyectos muy seguros y a corto plazo– que de bancos quebrados. Los primeros podrán restablecer la confianza en sus deudas demostrando que tienen músculo para pagarlas puntualmente; los segundos sólo tenderán a deshacerse como azucarillos en medio del pánico social. Y, por consiguiente, los pasivos de los primeros seguirán empleándose rápidamente como medios de pago y los segundos es muy dudoso que vuelvan a hacerlo.
Ante los enormes riesgos de que se extienda la desconfianza en la banca y, en general, en el conjunto de la sociedad, diversos economistas propusieron históricamente que el banco central adquiriera un papel activo a la hora de contrarrestar los pánicos de confianza. Fundamentalmente, Henry Thornton, a comienzos del s. XIX, y Walter Bagehot, a finales del s. XIX, exigieron al Banco de Inglaterra que estuviera dispuesto a refinanciar ilimitadamente a los bancos privados solventes sobre los que pesaran sospechas por cualquier motivo: como la ciudadanía a veces duda de la credibilidad de los bancos privados pero mantiene su confianza en el crédito del Banco de Inglaterra, éste debía subrogarse en sus deudas para evitar el colapso del sistema de cobros y pagos. Esta recomendación de Thornton y Bagehot en lo fundamental es correcta (cuestión muy distinta es que el banco central que desempeñe estas funciones deba ser un monopolio público) y explica buena parte de la estabilidad financiera inglesa durante el siglo XIX.
Ahora bien, Thornton y Bagehot eran muy conscientes de cuáles eran los límites de la actividad prestamista del Banco de Inglaterra: los préstamos debían ser a tipos de interés altos y sólo para bancos solventes. Los bancos genuinamente insolventes debían quebrar y ser liquidados, pues en otro caso habría sido el Banco de Inglaterra quien se hubiese tragado las enormes pérdidas de esas entidades.
Pero claro, si los bancos insolventes desaparecen –o, incluso si no desaparecen, pero comienzan a restringir el crédito para ir saneándose–, la cantidad de medios de pago igualmente decrecerá, con los consiguientes perjuicios que ya hemos comentado. Para contrarrestar esta posible destrucción de medios de pago, otros economistas, como Ralph G. Hawtrey, propusieron más adelante que el Estado creara nuevos medios de pago. ¿Cómo? Monetizando deuda pública del Estado: si la parte de medios de pago destruida por las quiebras bancarias es sustituida por los nuevos medios de pago generados por la monetización de la deuda, no será necesario padecer todo el doloroso ajuste anterior.
La propuesta tiene aparentemente sentido: ¿para qué sufrir una crisis derivada del desajuste entre precios y medios de pago si podemos simplemente generar más medios de pago monetizando deuda pública? Sin embargo, cuando la analizamos un poco más de cerca comprobamos que la propuesta no es tan sencilla ni beneficiosa como parece.
Primero, la distribución de los nuevos medios de pago no coincidirá ni mucho menos con la antigua. Por ejemplo, si un proveedor le permitía a su cliente pagarle a 90 días y, en medio de una crisis, le exige que le pague al contado, no queda ni mucho menos claro cómo el dinero que cree que el banco central a través de la monetización de deuda pública terminará llegando a ese cliente concreto. Más bien, los nuevos medios de pago fluirán por otros circuitos: justamente hacia aquellos sectores que sean los receptores del nuevo gasto gubernamental financiado con la monetización de deuda. Si acaso, habrá algunos sectores de la economía que experimentarán un boom artificial de gasto, al tiempo que otros se marchitarán por la desconfianza que subsistirá entre ellos. Pero en la medida en que los sectores moribundos no puedan reconvertirse de inmediato en los sectores pujantes, la crisis subsistirá.
Segundo, aun cuando el nuevo dinero sustituyera exactamente las relaciones a crédito suspendidas, si existen desajustes reales de fondo en la economía, la creación de nuevos medios de pago no los solucionará. Por ejemplo, si una economía está adaptada a fabricar millones de viviendas anuales y las viviendas han perdido toda su demanda, es evidente que la crisis y la reconversión de la economía resultarán inevitables por mucho que se monetice deuda. Es más, la monetización de deuda y la estabilización de los medios de pago podría terminar ralentizando los imprescindibles ajustes.
Y, por último, podría aducirse que, si bien la creación de nuevos medios de pago no solventará la crisis de fondo, al menos si impedirá que se agrave mucho más (lo que suele llamarse "contracción secundaria"). No voy a discutir que si la magnitud de la crisis es escasa, una eventual monetización de deuda pública podría evitar un empeoramiento artificial –por cuanto es el Estado quien se come las pérdidas derivadas de unas pocas malas inversiones privadas–, pero recordemos que si la crisis es escasa, los propios bancos lograrán en la inmensa mayoría de los casos recuperar la confianza del público. Cuando, en cambio, la crisis es muy intensa y afecta no sólo a gran parte del sistema financiero, sino a todo el sistema económico (incluyendo a familias y empresas), es simplemente ilusorio pensar que la monetización de deuda pública pueda estabilizar la economía. Al contrario, el endeudamiento público necesario para ello será de tal magnitud que llegará a poner en jaque la propia solvencia del Estado y extenderá una desconfianza masiva por toda la economía (incluso sobre el dinero empleado en ese sistema económico). Más que poner fin a la crisis, la monetización tenderá a retrasar la recuperación y a dificultarla.
En realidad, la verdadera solución a una crisis derivada de una excesiva acumulación de deuda de mala calidad –y a la desconfianza que inevitablemente se geste en torno a ella– no es sustituir esa deuda basura por nueva deuda pública, sino incrementar el ahorro colectivo y conseguir un rápido ajuste de precios y costes. Lo primero es esencial para ir restableciendo la confianza (cuanto menos endeudado y más solvente sea un agente, más confiable será) y para reducir sus necesidades del crédito ajeno (autofinanciación); lo segundo, fundamental para corregir las distorsiones entre los distintos precios individuales en relación con un volumen de crédito malo que debe terminar desapareciendo. La monetización de deuda pública dirigida a estabilizar la cantidad de medios de pago, en la medida en que absorbe y dilapida el ahorro social y en la medida en que modifica arbitrariamente la estructura de precios relativos, no contribuye en nada a avanzar en la buena dirección: más bien lo contrario.
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