Acaso haya que repetirlo más veces porque no esté claro: si nuestras comunidades autónomas regresaran a los niveles de gasto de 2006, su déficit público –ése cuya desviación presuntamente ha justificado colocar el IRPF a los niveles más elevados de Europa– desaparecería. No en vano, desde tan burbujístico año, nuestras autonomías han incrementado sus egresos presupuestados en alrededor de 35.000 millones de euros, algo más que el desequilibrio que en la actualidad presentan sus cuentas.
Frente a tan escandalosa realidad, todo pliego de buenas intenciones en forma de Ley de Estabilidad Presupuestaria que vaya dirigido a lograr que en 2020 (¡en 2020!) cuadren sus ingresos y sus gastos se antoja, cuando menos, poco ambiciosa. A la postre, a menos que uno sufra de severos daños en el hipocampo, la crisis de deuda de nuestras administraciones públicas la hemos sufrido en 2010 y 2011 y, probablemente, la seguiremos sufriendo 2012. No se trata de un Armagedón vaticinado para dentro de una década frente al que quepa ir preparándose, sino de una plaga que llevamos padeciendo desde hace meses y que hay que atajar lo antes posible.
De hecho, no se entiende demasiado que si ese tan gravoso déficit ha sido el que ha justificado la premura en trasladar nuestro IRPF a latitudes suecas, luego se opte por la calma, la parsimonia y la cautela en lo que a podar el gasto se refiere. Bien está, claro, que se oriente al conjunto de las administraciones públicas hacia el equilibrio presupuestario a largo plazo; no tanto que se difiera solventar nuestro problema de fondo –la hipertrofia de nuestro sector público en relación al raquitismo del sector privado– hasta un lejano momento futuro en el que nuestros brillantes estadistas esperan que volvamos a disfrutar por arte de magia de las mieles de la prosperidad; momento, claro, en el que la mayor recaudación se bastaría para cubrir los excesivos desembolsos presentes.
Y es que la reducción del déficit no es una cómoda y facilona consecuencia de la recuperación, sino una complicada condición para la misma. Por eso resulta tan peligroso ese keynesiano discurso de que durante la recesión no queda otro remedio que frenar la contención de los números rojos, tal como, dicho sea de paso, contempla expresamente la nueva Ley de Estabilidad Presupuestaria en línea con las súplicas que estos días está elevando Rajoy a Bruselas. Al parecer, cuanto más nos empobrecemos, cuanta menos riqueza generemos, más desprendidos podemos ser a la hora de incrementar nuestras obligaciones financieras a costa del escasísimo ahorro que necesita la economía privada para sanearse.
¿Por qué no enfocamos el problema desde otro ángulo? ¿Por qué si tan convencido está el Partido Popular de las bondades de no gastar más de lo que ingresa no insta a las autonomías a que alcancen el equilibrio presupuestario no en 2020, sino en 2013 o incluso en 2012? ¿Por qué al tiempo que las libera de todas esas obligaciones de gasto que derivan directamente de las muy intervencionistas normativas estatales no las conmina a que regresen a niveles de gasto no ya anteriores a la burbuja, sino propios de la burbuja crediticia e inmobiliaria? ¿Por qué los populares apuestan por condenarnos a una década perdida de déficit público? ¿Será acaso que su convicción en reducir el déficit es tan firme como lo era la de no subir impuestos?