Parece que el túnel va a ser más largo de lo previsto. Ha acabado sucediendo como en aquella viñeta del The Economist en la que lo que parecía una tenue luz al final del oscuro túnel, al final resultaron ser las llamaradas de un dragón. Ahora ya es tarde. Hemos corrido como posesos hacia la luz sin preguntarnos si el camino era el correcto, y nos hemos metido de lleno en la cueva de la depresión económica. Todas las previsiones, las últimas las publicadas por el Banco de España y el FMI, auguran para España al menos dos años de profunda recesión. Vienen tasas de decrecimiento de la actividad económica de más del 2%, un déficit desbocado, y un desempleo que podría alcanzar los seis millones de parados. Este pronóstico, que se suma a un derrumbe de la estructura productiva desde 2008, da como resultado lo que hay que empezar a llamar por su nombre. Estamos viviendo la Segunda Gran Depresión.
En un artículo publicado hace algo más de un año, decía que la magnitud de la burbuja había sido tal que no era descartable terminar viviendo otra gran depresión. Durante los años de la expansión monetaria, la estructura productiva se distorsionó de tal manera que se ponían sobre la mesa todos los ingredientes para cocinar un colapso económico de los que duran una década. Y decía que para evitar la temida depresión era necesario que fuésemos capaces de exigir a nuestros gobernantes tres cosas fundamentales. La primera era que empresas y familias tuvieran en sus manos el máximo dinero posible para afrontar sus deudas y liquidar sus inversiones fallidas. La segunda era flexibilizar el marco económico para permitir una rápida reestructuración de los factores productivos, el trabajo entre ellos. Y por último, y tal vez más importante, no empeñarse en seguir tratando de reinflar una burbuja que ya estalló. Esto se resume en evitar dos trágicos errores: forzar unos bajos tipos de interés enviando la falsa señal de que sobra el ahorro, posponiendo la necesaria amortización de deudas y liquidación de inversiones; y disparar el gasto público con cargo a la deuda, gastándose un dinero que no existe en algo que no se necesita.
Estas tres sencillas directrices han sido sistemáticamente violadas. El Estado ha gastado tanto, y ha tenido unos déficits tan bestiales, que se ha situado al borde de la bancarrota, pendiente sólo del salvavidas del BCE y del aval alemán. Para remediarlo, tanto Zapatero como Rajoy han decidido dar dos salvajes cornadas impositivas a familias y empresas, reduciendo la capacidad del ciudadano para afrontar la crisis. Y para colmo, en todos estos años de urgencia, no han sido capaces de aprobar una mínima reforma económica que flexibilice el marco institucional español. Es decir, que desde que comenzó la crisis hemos corrido literalmente hacia la cueva del dragón. Nuestros políticos han optado por tratar de evitar todo sufrimiento a corto plazo. Es como si un médico diagnostica una grave enfermedad a un paciente que sólo se soluciona con una operación de urgencia, pero el paciente renuncia al tratamiento recomendado porque no le apetece pasar por el dolor y el sufrimiento de la cirugía. Nuestros políticos, con el apoyo de una parte importante de la opinión pública, han preferido renunciar al tratamiento porque era doloroso. Ahora estamos condenados tanto a la enfermedad como al dolor. Gracias a ellos tenemos el dudoso honor de estar viviendo la Segunda Gran Depresión.