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Juan Ramón Rallo

Déficit público: ¿culpa de los ingresos o de los gastos?

La Administración, ahorrar ahorró poco: más bien comprometió su viabilidad financiera futura haciendo explotar los gastos sobre la base de unos endebles e insostenibles niveles de ingresos.

Es frecuente entre los impulsores de un Estado grande afirmar que el problema del enorme déficit público español no trae causa del disparatado incremento del gasto público durante la crisis, sino en la desproporcionada caída de nuestros ingresos fiscales. O dicho de otro modo, el problema del sector público no es que gaste demasiado, sino que ingrese demasiado poco; en consecuencia, lo que toca ahora no es adelgazarlo, sino crujir un poco más al ya de por sí debilitado sector privado para que sostenga cuanto pueda los despilfarros estatales.

El argumento no es del todo falaz. En efecto, de 2008 a 2009 (año de nuestro máximo déficit público) los ingresos tributarios cayeron en casi 57.000 millones de euros y los gastos aumentaron en 70.000 millones. Dejémoslo, pues, en tablas: tanto lo uno como lo otro explican decisivamente el enorme desequilibrio en nuestro saldo presupuestario.

¿Significa ello que hay que atajar el gasto en la misma medida en que se suben los impuestos? ¡No! La mentira yace en otra parte: durante la burbuja inmobiliaria (2002-2007), la recaudación fiscal aumentó a un ritmo vertiginoso al socaire del propio crecimiento artificial de la economía. Lo prudente en aquel entonces habría sido tomar esos ingresos públicos como lo que eran: regalías extraordinarias y no recurrentes que en ningún caso podían servir de base para consolidar gastos permanentes a largo plazo. Pero no se hizo: no sólo los ingresos aumentaron espectacularmente (un 54% entre 2002 y 2007) durante ese período burbujil, sino que también lo hicieron los gastos (un 45%).

Que sí, que se me dirá que en 2006 tuvimos un superávit del 2% del PIB, mas la realidad es que, como se ha visto luego, ese superávit era demasiado pequeño para absorber la caída de ingresos ulterior. La estampa me recuerda a la de un señor que ganara en la lotería 10 millones de euros y que decidiera elevar sus gastos anuales con carácter permanente hasta los 9 millones de euros: para algunos, tal individuo pasaría por un ser extremadamente austero al lograr amasar el holgado superávit de un millón de euros; para otros, en cambio, sería un completo irresponsable que habría hipotecado su futuro, pues al año siguiente, ayuno de ingresos extraordinarios por lotería, no tendría manera de hacer frente a sus millonarios desembolsos. De hecho, a partir de entonces padecería un déficit de 9 millones de euros aun cuando congelara sus gastos. ¿Diríamos en tal caso que su déficit es consecuencia del aumento de sus gastos tras la crisis (tras no ganar de nuevo la lotería) o de la caída de los ingresos con la crisis? Pues, claro está, sería responsabilidad del aumento permanente de los gastos durante la percepción de sus ingresos extraordinarios.

Lo mismo le sucedió a España: si entre 2002 y 2007 hubiésemos congelado los gastos del Estado, habríamos tenido margen para que, a partir de 2008, actuaran los desestabilizadores automáticos sin generar un colosal déficit. Y, de hecho, aunque en 2006 tuvimos un superávit presupuestario del 2%, el FMI nos informaba por esas fechas de que, en realidad, presentábamos un déficit estructural del 1,2%. A saber, en ningún momento de la década experimentamos un déficit estructural inferior al 1%: las presuntamente superavitarias Administraciones Públicas españolas de mediados de la década pasada habrían incumplido todos los años el laxo criterio aprobado recientemente por Merkel y Sarkozy para limitar el déficit estructural al 0,5% del PIB.

A la postre, no hay que ser un lince para descubrir que los Estados que se encaramaron con más entusiasmo a la ola de gastar a manos llenas conforme los ingresos entraban a carretadas entre 2002 y 2006 son los mismos que ahora presentan problemas de viabilidad: fueron Grecia, Irlanda, Portugal y España los Estados europeos que más aumentaron sus gastos durante ese período. Comparen si no las cifras de crecimiento de los desembolsos públicos (que oscilan entre el 32 y el 60%) con las de la austera Alemania, quien apenas incrementó sus gastos un 2% en seis años:

En definitiva, la Administración española, ahorrar ahorró poco: más bien comprometió su viabilidad financiera futura haciendo explotar los gastos sobre la base de unos endebles e insostenibles niveles de ingresos públicos. La borrachera de la burbuja sacudió a todo el país; también, como no podía ser de otro modo, a los políticos. En este sentido, afirmar que la recaudación tributaria se ha hundido desde 2008 no es un argumento a favor de la subida de impuestos, sino más bien de la reducción del gasto: la marea ha bajado y ha demostrado que el adiposo Estado español se estaba sufragando con unas entradas de caja que eran puro humo. Y por eso, la única salida posible para no estrangular al renqueante sector privado español es reducir con decisión nuestro hipertrofiado gasto público.

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