Lo hemos dicho en numerosas ocasiones y lo diremos muchas más: la crisis económica está teniendo profundas repercusiones estratégicas y un desplazamiento del poder que se escurre de unas manos para pasar a otras. Y lo que sucede a nivel individual o empresarial, también tiene lugar a nivel de las naciones. Hay y habrá unos claros perdedores y unos pocos ganadores. Dónde está en estos momentos España está claro; dónde puede acabar dependerá de que el nuevo gobierno haga las cosas que debe hacer y tenga un poco de suerte.
Lo que se impone primero es un sano y honesto ejercicio de autorreflexión y, llegado el caso, autocrítica. No en balde muchos de los nuevos altos cargos en el área económica defendieron hace tan sólo dos años que esta crisis se capearía sin mayores problemas al no poder compararse al crack del 29, por ejemplo. También hubo quien afirmó que Europa y el tirón de la economía mundial nos sacarían de ésta, pero tampoco ha sido así.
Hay que reconocer que en Europa, quien mejor está aguantando el tirón es Alemania, esencialmente una economía industrial, no como nosotros, una España que desde el advenimiento democrático no ha dejado de desindustrializarse. Lo nuestro fue una optimista apuesta por dar el salto a una sociedad de servicios. Pero en estos años se ha podido ver que esos servicios no son los que soñábamos del conocimiento, sino que seguimos siendo, como ha recalcado con sorna un economista alemán, "un país de camareros".
En segundo lugar, también debemos ser conscientes de que es fuera de Europa, y no dentro, donde se ataca la crisis de mejor manera. Hay regiones enteras del planeta que han seguido creciendo hasta estos días y cuya dinámica, aunque entren en una fase de desaceleración, seguirá siendo de crecimiento. Por tanto, poner el énfasis para salir de la crisis en la UE, que no sólo no sufre la crisis como nosotros, sino que ella misma, como arreglo institucional y político, está en crisis, es lógico, pero arriesgado. Nadie hoy puede estar seguro de que va a pasar con el euro en el próximo año. Y la esperanza nunca es buena consejera de la política.
España tiene que marcarse nuevas fronteras. Y no sólo en lo económico. Es obvio que nuestras empresas y trabajadores deberán ir allí a donde hay dinero, capital, mercados y trabajo. Pero no debe ser menos obvio que España debe forjar nuevas alianzas estratégicas con aquellos países que van a ser el motor de la economía y, finalmente, del poder mundial. Es fácil decir que el siglo será del Pacífico y no hacer nada al respecto, guarecidos en la mitología europea que nos embarga, cuando la diplomacia española debiera estar ya explorando mercados, empresas y contactos en países como India, Israel, Singapur y tantos otros de esos que se ha venido calificando eufemísticamente de BRICS.
Desde luego, sin una economía saneada, poco hay que hacer en la arena mundial. Pero, igualmente, una buena economía sin estar acompañada de una defensa robusta y unos ejércitos bien equipados y entrenados, y una sociedad dispuesta a emplearlos allí donde sea necesario, poco añadirá para que un país, una nación, se haga valer en el concierto mundial.
El poder se compone de varios factores: dinamismo económico y tecnológico; fuerza militar; visión estratégica y voluntad de actuar en el mundo. Es una trinidad a la que, cuando le falta un elemento, vuelve débil lo que, de otra manera, podría ser una potencia. El nuevo gobierno tiene la tarea por delante de hacernos avanzar en los tres pilares a la vez.