En otro momento ya explicamos el proceso por el que los bancos crean dinero o, mejor dicho, medios de pago. Básicamente, los bancos tienen la capacidad de emitir pasivos o promesas de pago en oro o en papel moneda que, por su credibilidad y conveniencia, son utilizados como medios generalizados de pago en toda la economía. Por ejemplo, si yo poseo un cargamento de trigo valorado en 100 monedas de oro, el banco puede adelantarme el cobro de su venta entregándome una promesa de pago consistente en 99 billetes (convertibles en 99 monedas de oro) o en un depósito a la vista por importe de 99 monedas de oro.
Si el negocio bancario está diligentemente realizado, su actividad no sólo no genera distorsión alguna, sino que resulta muy beneficiosa para una sociedad cuyas operaciones mercantiles no están uniformemente distribuidas en el tiempo (lo que implica que en algunos momentos habrá mucha necesidad de dinero para efectuar pagos y en otras será necesario mucho menos). Además, la creación de medios de pago revertirá rápidamente: siguiendo con el caso anterior, si en un mes vendo el cargamento de trigo y le pago 100 monedas de oro al banco, las promesas de pago que creó pasarán a estar garantizadas por oro.
Los problemas comienzan cuando el crédito que proporciona la banca va extendiéndose a horizontes cada vez más amplios sin contar, a su vez, con las fuentes de financiación correspondientes. Una cosa es emitir pasivos respaldados por dinero o por bienes de consumo que ya existen y que poseen una amplísima demanda, y otra muy distinta es emitir esos pasivos contra bienes que existen pero que no se sabe si van a poder venderse o incluso contra bienes que ni existen en este momento ni es seguro que vayan a existir en el futuro. Es lo que sucede cuando un banco concede una hipoteca o créditos personales emitiendo pasivos convertibles a la vista en oro o en papel moneda: los medios de pago que ha creado el banco se pueden utilizar desde ya en el mercado para comprar cualquier cosa, pero los bienes que han respaldado su emisión (los que irá creando el deudor del banco para amortizar el préstamo recibido) tardarán años en aparecer; de ahí que, entre otras cosas, una expansión extraordinaria del crédito por parte de la banca genere subidas de precios de los bienes presentes.
Si la banca comercial se limitara a monetizar bienes presentes y líquidos (y la banca de inversión prestara a largo plazo tras haber recibido préstamos a largo plazo), todos coincidiríamos en que la cantidad de crédito que estas entidades pueden generar está limitada. Pero cuando la banca comercial abre la puerta a monetizar bienes presentes y futuros, parecería que la cantidad de crédito que puede llegar a conceder no conozca límites: al cabo, nada impide que un banco adelante el cobro de los bienes de consumo que, por ejemplo, se fabricarán dentro de 1.000 años.
Mas, ¿realmente es así? ¿Realmente los bancos pueden conceder todo el crédito que se les antoje? En realidad, no. El crédito extendido por la banca encuentra límites tanto por el lado de la oferta de ese crédito como por el lado de su demanda.
El crédito que puede ofertar la banca está necesariamente limitado desde el momento en que, no lo olvidemos, los medios de pago que genera un banco (los depósitos a la vista, por ejemplo) son deudas contra ese banco... y deudas que además son cobrables de inmediato. Cuando los bancos monetizan bienes futuros lo que están haciendo, en el fondo, es endeudarse a muy corto plazo (emiten pasivos pagaderos a la vista) y prestar a largo plazo. La inestabilidad de la operación es clara: si el banco se compromete a entregar a petición del cliente un oro o un papel moneda que sólo obtendrá con el paso de los años, en cualquier momento la entidad puede ser presa de una suspensión de pagos. Por consiguiente, el chiringuito crediticio montado por un banco que se endeuda a corto y presta a largo depende críticamente de que algunos de sus acreedores (los depositantes, verbigracia) no le exijan en tropel el pago de sus deudas. Si lo hicieran, el banco no sólo tendría que dejar inmediatamente de prestar a largo plazo, sino que incluso debería liquidar (malvender) con grandes descuentos sus activos para obtener algo de circulante con el que satisfacer a sus acreedores (lo que podría abocarlo a la quiebra).
Si, como decía Hume, todo Gobierno se mantiene sobre el consentimiento tácito de sus súbditos, lo mismo cabe decir con respecto a la oferta de crédito de los bancos: ésta sólo subsiste merced al consentimiento tácito de sus acreedores. Si los acreedores deciden que ha llegado el momento de que el banco pague sus deudas, entonces se acabó su crédito a largo plazo. Y, ciertamente, las razones por las que los acreedores pueden proceder a "retirar" sus depósitos son muy variadas: algunos economistas sólo apuntan a pánicos irracionales de los depositantes que se han tratado de contrarrestar con ciertas instituciones políticas (un banco central que actúe como prestamista de última instancia, el fondo de garantía de depósitos, los corralitos, etc.). Pero las razones que motivan una retirada masiva de depósitos no tienen por qué poseer una pizca de irracionalidad. Por ejemplo, los acreedores pueden temer que muchos de los préstamos de la entidad terminan siendo impagados y que, por tanto, quienes más tardíamente retiren su dinero sólo cobren una fracción de lo que se les debe; o pueden pensar que la política de concesión de préstamos del banco empieza a volverse cada vez más imprudente, de modo que optan por desvincularse de la entidad.
Sea como fuere, el crédito que otorgan los bancos está sometido al crédito que a su vez les conceden sus acreedores. Por eso el patrón oro jugaba un papel tan importante a la hora de limitar la excesiva e insostenible expansión crediticia de la banca: si ésta se iba de madre, sus acreedores (particulares, empresas o incluso otros bancos) acudían a cobrar sus deudas en oro, lo que forzaba a los bancos a moderar o constreñir su alocada política crediticia. Hoy en día, sin embargo, las deudas de los bancos son pagaderas en papel moneda y ese papel moneda lo emite a discreción el banco central, de manera que si los acreedores le exigen a la banca el cobro de sus deudas, ésta siempre tiene la opción de refinanciarse en ese banco central para proseguir con su imprudente extensión de préstamos, dando como resultado unos devastadores excesos de deuda privada que degeneran en profundas y duraderas depresiones como la actual.
Mas, aun cuando los controles preventivos sobre la oferta de crédito hayan saltado por los aires tras el abandono del oro, los bancos siguen sin poseer una capacidad ilimitada para conceder crédito: existe una última e infranqueable barrera que es la demanda de crédito. Sin demanda de crédito no habrá nuevo endeudamiento por mucho que el banco desee ofertarlo. El adagio es claro: "Se puede llevar al caballo al río [se puede ofrecer crédito] pero no se le puede obligar a beber [no se puede obligar a nadie a que demande crédito]".
Ciertamente, los bancos tienen una poderosa –pero no absoluta– capacidad para influir sobre la demanda de crédito. Dado que, fuera del patrón oro, los bancos pueden proveer tantos préstamos como deseen a unas condiciones y a unos tipos tan laxos como gusten, la demanda tenderá a reaccionar en consecuencia. Imaginemos que los tipos de interés a los que los bancos ofrecen crédito se ubican en el 5% y que, en tal caso, la demanda del público ya se encuentra saturada (nadie quiere endeudarse más pagando un 5% de intereses); pero ¿qué sucede si los tipos se reducen al 3%? Pues que probablemente aparecerán nuevos demandantes de crédito que continuarán tirando del carro.
Este proceso puede prolongarse durante bastante tiempo, pero en todo caso hallará su fin en algún momento. Cuando familias y empresas se encuentren ya tan endeudados que no deseen incrementar sus pasivos ni un poquito más –ni siquiera si los tipos se ubican en el 0%–, entonces los bancos ya no podrán seguir expandiendo el crédito por muy generosa que sea su oferta (los keynesianos calificarán esta situación de "trampa de la liquidez", otros preferimos llamarla trampa de la iliquidez). Visto está, pues, que en última instancia la oferta de crédito, por muy flexible que hayan querido volverla, colapsa cuando lo hace la demanda.
Claro que los intervencionistas también se las han ingeniado para evitar que la demanda de crédito colapse. Si familias y empresas no desean endeudarse más porque no es ni prudente ni rentable hacerlo, ¿adivinan quién tomará el relevo a la hora de seguir cebando el endeudamiento total de una economía? Sí, eso es: el Estado. Dado que la amortización de su deuda no depende del rendimiento de sus inversiones, su margen para continuar demandando crédito es muy superior al de los agentes privados. Lo que para una empresa sería impensable y absurdo –endeudarse por endeudarse sin esperar retorno alguno– para el Estado es perfectamente racional y factible.
Claro que la credibilidad y la solvencia del Estado también van deteriorándose con su creciente endeudamiento. Si el Estado asume nuevas obligaciones con las que no contribuye en nada a que el sector privado genere más riqueza, la relación entre su deuda y sus ingresos fiscales netos se irá volviendo cada vez más desfavorable. Los bancos privados, por mucho margen que puedan poseer para ofertar crédito, se negarán a continuar financiándole (más que nada porque su aspiración es cobrar sus préstamos) y, en tales momentos, sólo un banco central politizado y mucho más imprudente que la banca privada podrá saciar el voraz apetito del Gobierno por nuevo crédito: es lo que se conoce como monetización de la deuda pública. Pero este proceso, como explicaremos en otros artículos, tampoco puede implementarse de manera ilimitada.
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