Aparte del especulador, el individuo más odiado de una economía de mercado es el rentista, es decir, aquellos capitalistas que no dirigen sus negocios, sino que simplemente han invertido sus ahorros en una empresa y perciben una renta periódica (en concepto de intereses o dividendos) que les permiten vivir sin trabajar. El público parece tolerar a los capitalistas que trabajan día a día para sacar adelante su compañía, pues su contribución a la creación de riqueza parece bastante directa e inmediata –trabajan, ergo hacen algo y merecen cobrar por ello– pero desprecia a los rentistas: Keynes incluso proponía practicarles la eutanasia.
Al cabo, estos sujetos no pegan ni golpe y viven del sudor de la frente ajena. ¿Realmente sirven para algo? ¿Cuál es exactamente la contribución a la producción de bienes y servicios del sujeto que está todo el día tumbado en la hamaca con un mojito en la mano? ¿Acaso no podrían expropiársele sus propiedades y repartirlas entre los trabajadores sin que nada cambiara (o incluso mejorando las cosas, pues los trabajadores gastarían más dinero y estimularían la industria)?
Nuestra intuición así nos lo sugiere. Los bienes y servicios que consumimos proceden de utilizar tres instrumentos: las materias primas, el trabajo y los bienes de capital. Por este motivo, los economistas clásicos defendían que los bienes y servicios fabricados debían repartirse entre los terratenientes (rentas de la tierra), los trabajadores (salarios) y los capitalistas (beneficios e intereses). Sin embargo, el marxismo planteó una cuestión cuando menos interesante: si los bienes de capital proceden, a su vez, de las materias primas y el trabajo, ¿acaso los capitalistas no se están apropiando de unas rentas que, en realidad, les deberían haber correspondido a terratenientes y trabajadores (y, en verdad, si la propiedad de la tierra fuera comunal, sólo a los trabajadores)?
Pues no, los rentistas proporcionan un factor productivo esencial para que nuestra economía se mantenga en pie y sea capaz de fabricar enormes cantidades de bienes y servicios: el tiempo.
Pongámonos en la piel de un trabajador que mes a mes cobra su salario. Al percibirlo, tiene dos opciones: o destinarlo íntegramente a comprar bienes de consumo (comida, ropa, vivienda, ocio, gadgets varios...) o apartar una parte del mismo para ahorrar y financiar la producción de bienes de capital (comprar acciones, bonos, montar una empresa, etc.). Si todos los trabajadores optaran por adquirir únicamente bienes de consumo, sólo se fabricarían bienes de consumo: como nadie ahorraría, por definición nadie invertiría en fabricar bienes de capital. Dicho de otro modo, los procesos productivos serían muy poco duraderos y muy poco productivos –no habrá ni infraestructuras, ni I+D, ni maquinaria– y los trabajadores tendrían que fabricar mercancías con lo puesto (es decir, con sus manos y poco más).
En cambio, si algunos de ellos optan por ahorrar parte de su renta, se podrán fabricar bienes de capital que volverán más productivo el conjunto de la economía, esto es, que permitirán que en el futuro, después de haber dedicado mucho tiempo a producir bienes de capital, se fabriquen muchos más bienes de consumo que en el presente. Dicho de otra manera, cuando los trabajadores se convierten en capitalistas (cuando ahorran e invierten en bienes de capital), lo que están haciendo es retrasar la satisfacción de sus necesidades y proporcionar tiempo a los empresarios para que incrementen la productividad de la economía. A cambio de ello, a cambio de diferir sus deseos, esos capitalistas sólo reclaman una renta anual equivalente a un pequeño porcentaje del ahorro que en cada momento proporcionan (por ejemplo, un 4% ó 5%). Y es que el acto de ahorrar no es algo que deba hacerse una vez en la vida: los bienes de capital se deprecian (no sólo físicamente, sino que pueden volverse obsoletos cuando la demanda de los consumidores varía), por lo que tan sólo para mantener la capacidad productiva de la economía será necesario un ahorro continuado dirigido a amortizar y reponer el equipo productivo (no digamos ya para incrementarla).
No olvidemos que muchos rentistas tienen la opción de "exprimir" sus fuentes de renta, es decir, de dejar de ahorrar y empezar a satisfacer sus necesidades más básicas, instintivas y cortoplacistas (justo lo que suelen hacer las terceras o cuartas generaciones de ricos, que tienden a dilapidar el imperio productivo edificado por sus abuelos o bisabuelos). Parece claro que si nuestro tiempo es escaso, retrasar la satisfacción de nuestras necesidades supone renunciar a la cantidad de fines que culminaremos en nuestras vidas. A cambio de ello, a cambio de no comportarse como legítimamente se comporta la mayoría de las personas (gastar casi todo lo que ingresan), a cambio de incrementar de manera exponencial el bienestar de consumidores y trabajadores (valga la redundancia), los rentistas sólo piden que les entreguemos una pequeña parte de toda esa riqueza adicional que generan (que tenderá a coincidir con el tipo de interés). No parece un mal trato, ¿no?
Por ejemplo, recientemente Amancio Ortega, fundador de una de las compañías españolas más exitosas de la historia, Inditex, dejó de dirigir la empresa y pasó a convertirse en un mero rentista pasivo. Como accionista mayoritario de Inditex, vive de las rentas de su muy exitosa empresa sin, en apariencia, doblar la espalda. Sin embargo, Amancio Ortega sí presta un servicio esencial: opta, por ejemplo, por no presionar para que Inditex reparta dividendos extraordinarios a costa de la reposición de sus inventarios o del mantenimiento de sus tiendas. Es decir, Amancio Ortega permite que su compañía genere día a día importantísimos volúmenes de ahorro interno con los que mantenerla en funcionamiento; y creo que casi nadie negará que si Inditex, Google, Apple, Ikea o Intel desaparecieran de la noche a la mañana, nuestro nivel de vida sufriría un retroceso importantísimo.
Claro que alguno podría plantearse, ¿y por qué no nacionalizamos su riqueza y dejamos que sea el Estado quien la gestione? Pues, aparte del problema moral que debería representarle incluso a un socialista el robarle a una persona el fruto de su trabajo (que a eso podría llegar a reducirse el ahorro invertido en bienes de capital), por dos razones de fondo. La primera, porque expropiando todo (nacionalización) o parte (impuestos sobre el capital) del capital invertido, se desincentiva el ahorro y se incentiva, a cambio, el consumo. Dicho de otro modo, los impuestos sobre el capital equivalen a un impuesto sobre el tiempo, sobre el tiempo que puede dedicarse a fabricar más y más riqueza (algo bastante disparatado, dicho sea de paso).
La segunda, es que el papel de los rentistas es menos pasivo de lo que a simple vista parece: como mínimo han de decidir en qué negocios invierten (o a quién le prestan sus ahorros para que tome esa decisión). Su misión no es sólo ahorrar, sino la de ser los primeros distribuidores del capital: elegir en qué, dónde y con quién invierten. Recordemos algo evidente: no todas las inversiones llegan a buen puerto y sólo las que generen riqueza de manera sostenida para el consumidor serán capaces de proporcionar rentas permanentes a los capitalistas. Sucede que el Estado es un pésimo distribuidor del capital, entre otras cosas porque, cuando nacionaliza una industria, la blinda de la disciplina del mercado, de la posibilidad de que quiebre, se reestructure, sea adquiridas, sufra escisiones, se recapitalice o se descapitalice; es decir, el Estado genera asignaciones arbitrarias de capital que por lo general supondrán todo un despilfarro del ahorro amasado por los particulares.
En definitiva, los rentistas –los ahorradores que, a cambio de no consumir todas sus rentas, perciben una porción de la enorme riqueza que continuamente generan para los consumidores– son uno de los grandes patronos del capitalismo. Acaso el sujeto por excelencia del mismo, aquel por el que nuestro bienestar no ha dejado de crecer pese al devastador y omnipresente intervencionismo estatal. No sienta ninguna vergüenza por ser o querer convertirse en rentista: al cabo, uno de los programas estrella de la izquierda, la llamada renta básica, no es otra cosa que un intento cutre de tratar de convertir a todo el mundo en rentistas. Con una pequeña diferencia: la renta básica no se paga con cargo a los rendimientos del ahorro que cada receptor ha efectuado sino con cargo al consumo del capital ajeno; es decir, no es el resultado de incrementar el bienestar ajeno, presente y futuro, sino de reducirlo. Por eso los ahorradores capitalistas multiplican la riqueza y los redistribucionistas estatistas la dividen.
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