Ya he comentado, en un artículo anterior, que al gran economista austriaco Joseph A. Schumpeter le gustaba decir que su vida había tenido tres objetivos principales: ser el mejor economista del mundo, ser el mejor jinete del mundo y ser el mejor amante del mundo. No me cabe duda de que los lectores de esta serie estarán especialmente interesados en el último de tales objetivos.
Concluida su carrera universitaria en Viena, nuestro joven economista se trasladó el año 1906 a Inglaterra, con el propósito tanto de ampliar estudios como de conocer la cultura y la sociedad británicas. Pero hizo algo más: se enamoró y se casó, a los 24 años, con Gladys Ricarde Seaver, hija de un alto dignatario de la Iglesia de Inglaterra, que parece que era bastante mayor que él. Uso el término "parece" con toda intención porque realmente no sabemos cuántos años le llevaba. Schumpeter afirmó, en algunas ocasiones, que su esposa era doce años mayor; pero otras veces hizo crecer la cifra hasta veinticuatro, lo que sus biógrafos consideran muy exagerado. Sea cual fuera la diferencia de edad, lo cierto es que el matrimonio fue mal casi desde el primer momento. Y pronto el joven economista empezó a tener todo tipo de relaciones al margen del matrimonio, práctica que, por cierto, mantuvo durante buena parte de su vida.
Aunque separado de facto de su mujer, no se divorció de ella hasta después del armisticio con el que terminó la Primera Guerra Mundial, cuando la ciudad de Viena autorizó una fórmula de divorcio rápido y unilateral, que no exigía siquiera una notificación formal a su esposa. Gladys sólo se enteró, en efecto, del asunto cuando todo había concluido. Pero, a pesar de ello y de la dudosa legalidad de este divorcio, no mostró inicialmente mayor interés en mantener algo que estaba ya muerto hacía mucho tiempo. Unos años después, sin embargo, amenazó a su exmarido con una querella por bigamia, cuando éste se casó por segunda vez.
En la Viena de la postguerra Schumpeter siguió practicando cuanto pudo sus artes amatorias. Durante un tiempo vivió de hecho con una señorita llamada Nelly que, si quisiéramos ser educados, diríamos que era una "demi-mondaine" y, si prefiriéramos ser realistas, llamaríamos prostituta. La tal Nelly tenía, sin embargo, algunos defectillos, que hacían que convivir con ella no siempre resultara fácil. En primer lugar, tenía una afición excesiva a las bebidas alcohólicas, que consumía en público con generosidad olvidando el recato que en la sociedad vienesa se esperaba de una dama. Pero, además, en un momento dado, empezó a hacerse llamar Nelly Schumpeter, lo que ciertamente no gustaba mucho a quien no pretendía ser más que amante ocasional.
La historia con Nelly acabó; como tantas otras. Pero entonces se produjo un cambio fundamental en la vida de nuestro economista: realmente se enamoró. Y de nuevo su elección no fue la más conveniente, al menos en opinión de sus padres y sus amigos. La razón era, por una parte, que la chica, llamada Annie, tenía sólo veintidós años, mientras él había cumplido ya los cuarenta y dos; y, por otra, que pertenecía a una clase muy inferior a la suya y había trabajado dos años como criada en Francia. Pero la boda se celebró y pronto Schumpeter estuvo en el camino de convertirse en padre. La felicidad duró poco, sin embargo, ya que Annie murió en el parto y el hijo apenas sobrevivió unas horas.
En 1932 Schumpeter aceptó una oferta de la universidad de Harvard y se marchó a los Estados Unidos. Y allí se casó por tercera vez. La elegida en este caso fue una colega, Elizabeth Boody, nacida en 1898, es decir quince años más joven que él. Cuando Elizabeth conoció al prestigioso profesor austriaco era una economista de treinta y cinco años, divorciada poco tiempo antes; y no cabe duda de que fue ella la que llevó el peso de la estrategia que tuvo como resultado el matrimonio. No parece que, en este caso, el ya cincuentón catedrático estuviera especialmente enamorado de ella; y sabemos que Elizabeth tuvo que soportar, entre otras cosas, la nada oculta obsesión de su marido con su madre y su segunda esposa. Pero fue Elizabeth la única de las mujeres de su vida que contribuyó de manera importante a su obra científica.
La historia es la siguiente. En 1914 Schumpeter había publicado un breve pero excelente libro, titulado Síntesis de la evolución de la ciencia económica y sus métodos. Y, a principios de la década de 1940, había decidido reescribirlo y ampliarlo de forma sustancial, entre otras cosas para tratar de aislarse de la tragedia que para un intelectual austriaco residente en los Estados Unidos suponía la Segunda Guerra Mundial. El resultado fue su extraordinaria Historia del Análisis Económico, que muchos especialistas consideran la mejor obra que se ha escrito sobre este tema. Pero cuando murió, en el año 1950, el libro no estaba terminado. Lo que había eran cientos de páginas manuscritas y mecanografiadas guardadas de forma asistemática en la casa y en su despacho de la universidad, con algunas partes terminadas y otras en fases diversas de elaboración. Elizabeth decidió que su misión sería organizar y dar a la imprenta la última gran obra de su marido. La empresa no era fácil, entre otras cosas porque él no le había explicado apenas nada de lo que estaba haciendo y le había dicho que le enseñaría el manuscrito completo cuando estuviera concluido. Pese a estas dificultades, consiguió estructurar los textos y preparó la edición del libro. Aunque algunos colegas de Harvard colaboraron en este trabajo, no cabe duda de que es a ella a quien se debe la publicación de la obra. Pero, una vez más, el destino se mostró adverso; y en 1952 la propia Elizabeth falleció sin poder ver el libro publicado. Este apareció, finalmente en 1954, con una extensión de unas 1.200 páginas y el siguiente texto en la página de títulos: "Editado, a partir del texto manuscrito, por Elizabeth Boody Schumpeter". Estoy seguro de que el autor le dio las gracias tan pronto como se encontraron en el más allá.