El mercado es un proceso espontáneo, no diseñado conscientemente por nadie; muy complejo, pues está constituido por miles de millones de personas con una infinita variedad de objetivos, gustos, valoraciones y conocimientos; de interacciones humanas, básicamente, relaciones de intercambio que se plasman en precios; movidas todas ellas por la fuerza de la función empresarial que, constantemente, crea, descubre y transmite información, ajustando y coordinando de forma competitiva los planes contradictorios de los individuos; y haciendo posible la vida en común de todos ellos con un número y una complejidad y riqueza de matices y elementos cada vez mayores.
Partiendo de esta profunda definición, la formación de precios constituye un elemento clave, ya que permite el cálculo económico. Las relaciones humanas son, básicamente, relaciones de intercambio que se producen como resultado de la existencia innata de valoraciones subjetivas, y éstas a su vez se materializan en términos matemáticos (precios monetarios) gracias a dos instituciones: el dinero y el intercambio voluntario. Sin ellas resulta imposible el surgimiento de precios de mercado. Y sin precios, el cálculo económico se convierte en una mera utopía irrealizable, con lo que careceríamos de la herramienta básica para desarrollar, ordenar y priorizar las actividades de nuestro día a día. Si desconocemos el valor de las cosas (precio de mercado), simplemente, nos enfrentamos al mundo completamente ciegos.
La imposibilidad del cálculo económico es, precisamente, la causa del colapso del comunismo: si los individuos no pueden calcular el valor de las distintas alternativas que se plantean, actúan a ciegas y el socialismo acaba colapsando.
Pues bien, esto –dejarnos parcialmente ciegos–, aunque en distinto grado, es lo que pretende la burocracia europea en su denodado esfuerzo por ocultar la realidad. Primero, prohibieron especular contra el sector financiero de determinados países impidiendo las ventas en corto al descubierto. La medida se anunció como temporal, pero se ha convertido en permanente, pese a su rotundo fracaso; luego prohibieron las apuestas bajistas contra la deuda pública mediante el uso de los seguros de impago (credit default swaps); y ahora pretenden, nada más y nada menos, que prohibir la publicación de notas crediticias (rating) sobre los bonos soberanos.
La UE piensa que así podrá cortar la hemorragia bursátil y de deuda que sufre la zona euro, como si eliminar las señales de alerta fuera suficiente para atajar los graves problemas de solvencia que registran varios estados y bancos. Su objetivo es muy claro: tratar de cegarnos para ocultar la realidad. Y es que, si bien no prohíben el dinero ni el intercambio voluntario (cerrar las bolsas, por ejemplo) como haría todo buen comunista, Bruselas está interviniendo directamente en la formación de precios para tratar de esconder sus vergüenzas.
Tarea inútil, pues fracasarán en su intento. Efectuaron un engaño similar en los dos stress test (pruebas de resistencia) aplicados a la banca europea y ahí están los resultados: tras el primero, colapsó el sistema financiero irlandés; y el segundo no ha evitado la caída de Dexia ni evitará la de otros grandes bancos europeos. Los ciegos no somos nosotros (el mercado) sino ellos.