El problema no es el euro, sino la tendencia impuesta por ciertas elites a la opinión pública de que hay atajos artificiales y públicos para el crecimiento económico. Ahora que estos keynesianos de todos los partidos están perdiendo batallas por doquier es fundamental que su derrota sea total, para que nunca más vuelvan a alterar los fundamentos del bienestar.
Salvar a Grecia pasará por la recapitalización, pública o no, de los bancos privados que pierdan en sus inversiones de deuda griega. Nada más normal, ni distinto a lo que debió hacerse en origen. Pero la receta de los poderes dominantes, que no son tanto los políticos como aquellos que, en una reversión al Antiguo Régimen, forman opiniones públicas dependientes, apropiándose del pensamiento no apto para los pobres y mortales contribuyentes, fue una orgía de gasto público financiado con deuda y artilugios financieros de dudosa eficacia cortoplacista.
Esta historia empieza mucho tiempo ha cuando en 1971 Estados Unidos, y el mundo detrás, abandonó el patrón oro permitiendo crear dinero sin respaldo de riqueza real. Abriéronse las puertas a la expansión crediticia y al recurso inmoderado a la deuda pública. Los políticos podían dar rienda suelta al crecimiento nominal contentando a todos. Al crearse el euro se intentó impedir que los bancos centrales rescataran a los países irresponsables, que con adecuados incentivos son todos, de sus políticas demagógicas. Tipos de interés bajos, abstrusas políticas de liquidez ilimitada, y estímulos públicos no contribuirían ni al pleno empleo ni al crecimiento. En cambio, una política monetaria independiente debía proporcionar moneda estable, sin devaluaciones ni expansiones crediticias infundadas. Esto no eran defectos del euro, eran su objetivo. El Pacto de Estabilidad y Crecimiento, núcleo del tratado de Maastricht, nunca fue cumplido plenamente pero, meramente acercándose a sus compromisos, Europa pudo crecer y desarrollarse como la segunda zona más próspera del mundo.
Lo que se prepara –que los acreedores asuman sus pérdidas– es una manera, la única, de volver a los principios fundadores. Evita el rescate perpetuo y obliga al cumplimiento de las obligaciones jurídicas. La unión fiscal no implicaría una Europa más ortodoxa sino una Europa griega, como resultaba evidente desde el principio dada su defensa por la izquierda desaprensiva, y una costosa salida del euro haría cundir el ejemplo provocando otras.
La salvación detrás de la que correr es la capacidad europea de someterse a una disciplina racional regulada en Derecho que promueve crecimiento y estabilidad, y no el conjuro al vudú financiero de la "libertad" monetaria o la "economía dirigida por la política", modelos garantistas de miseria, eso sí, controlada por poderes públicos. Hay que someterse a una moneda seria, ya sea de papel, y dejar de escuchar a sirenas y brujos antediluvianos comprometidos con poderes con vocación de absolutistas. Por ventura, el dramático y evidente fracaso de las políticas que fomentaron podría devolver Europa a sí misma. Que así sea.