En los años en que el pensamiento keynesiano estaba en boga y conformaba el paradigma oficial de la política económica, estaba muy extendida la creencia de que se podía emitir dinero artificialmente, o sea, bajar los tipos de interés, para impulsar la actividad económica y generar empleo. Eso, por supuesto, creaba inflación, pero como tanto los teóricos de la economía como los gobernantes, a los que les encanta intervenir una y otra vez sobre la actividad productiva, pensaban que la inflación no tenía mucha importancia, y menos aún si, efectivamente, era un mal necesario para poder crear puestos de trabajo, pues se daban alegremente a imprimir billetes o a fomentar el déficit público. Había, incluso, un instrumento teórico, la curva de Phillips, para justificar que existía una relación positiva entre la inflación y la tasa de paro: cuanta más alta fuera aquella, más reducida sería ésta.
Todo este espejismo se vino abajo cuando Sargent, el flamante premio Nobel de Economía de este año, demostró que todo aquello no era más que una falacia. Sargent lo hizo a través de la aplicación de métodos econométricos a la macroeconomía y demostró que, durante un periodo de tiempo, más bien corto, los agentes económicos podían caer en la trampa de pensar que ese estímulo artificial a la economía, a través de unos tipos de interés artificialmente bajos o del déficit público, efectivamente suponía que las cosas seguían yendo bien y adaptaban sus expectativas a ello. Pero, transcurrido un tiempo, esos mismos agentes económicos comprendían que todo se trataba de un mero artificio que generaba inflación y ya no se dejaban engañar, con lo que este tipo de políticas se volvían completamente inefectivas. Es más, si el gobierno de turno insistía en ellas, lo único que conseguía era perder credibilidad porque los agentes económicos habían formado sus expectativas en el sentido de que el ejecutivo iba a fomentar la inflación. De esta forma subían los precios pero lejos de reducirse el paro, éste se incrementaba porque las empresas perdían competitividad.
El gran valor de la teoría de las expectativas racionales de Sargent fue desmontar esta falacia. Con ello cambió radicalmente la política económica. Los gobernantes dejaron de estimular la inflación porque no servía para crear empleo, mientras que aquellos países que cayeron en la trampa kieynesiana y sufrieron fuertes procesos inflacionistas no tuvieron más remedio que embarcarse en duras políticas destinadas a ganar rápidamente credibilidad, fundamentalmente mediante la fijación del tipo de cambio de su moneda a la de un país con prestigio en el terreno de los precios, porque los agentes económicos habían aprendido la lección y necesitaban pruebas de las buenas intenciones de los gobernantes. Sólo por esto, y por cómo este descubrimiento nos hace más libres, Sargent se merece el galardón que le acaba de ser concedido.