Fueron los bancos centrales los que, de forma consciente e irresponsable, propiciaron a partir de 2001 la creación de una enorme burbuja inmobiliaria para alentar el crecimiento en medio de la anterior recesión. Pero esta brutal expansión crediticia acabó estallando, posteriormente, a finales de 2006 y principios de 2007, generando una gran crisis financiera internacional y la consiguiente Gran Recesión en la que seguimos inmersos.
Fueron los bancos centrales los que en 2008 redujeron los tipos de interés a mínimos históricos e inundaron de liquidez el mercado para, ilusoriamente, sostener en pie al sistema financiero. De nada sirvió, puesto que los salvavidas monetarios, ideados para lidiar con una crisis de liquidez, resultaron del todo ineficaces para solventar una grave y profunda crisis de solvencia bancaria.
De hecho, tales medidas tan sólo agravaron los problemas subyacentes. El origen de la crisis financiera que estalló en 2007 se debió al progresivo impago de la deuda de familias y empresas, y unos tipos de interés más bajos sólo facilitarían un mayor endeudamiento, ahondando así en los errores de inversión pasados. Además, este tipo de políticas desincentivó en gran medida el necesario desapalancamiento, amortización de deuda y liquidación de activos que precisaban las economías privadas. Y es que, alguien que pidiera un préstamo al 5% y no esté consiguiendo con ese dinero más del 2% de rentabilidad, lo normal es que quiera amortizar la deuda para no seguir perdiendo dinero con su mala inversión. Sin embargo, con los tipos muy bajos, rescatar esa deuda le supondrá un gran desembolso: tendrá que pagar la parte del capital pendiente y los intereses a precios actuales. Según suban los tipos, el valor a día de hoy de toda esa deuda pendiente baja. Hay más incentivos para pagar ese préstamo, liquidar la deuda y empezar de nuevo.
Un tercer efecto negativo de la nueva expansión crediticia de la banca central fue la depreciación generalizada de divisas –incluido el dólar y el euro– y, como resultado, el mayor encarecimiento de las materias primas. Tan sólo hay que ver cómo ha evolucionado el oro desde 2007 para percatarse del envilecimiento monetario que se ha ido produciendo durante este tiempo.
Mientras, en Europa, esta histórica bajada de tipos fue aprovechada por la banca para refugiarse en la compra de deuda gubernamental, creyendo inocentemente que el Estado jamás impaga, de modo que los gobiernos de la zona euro pudieron disparar el gasto público bajo la ingenua creencia keyneasiana de que los "estímulos" fiscales lograrían relanzar el PIB. Es decir, aprovechando el arbitraje de tipos que facilitó el ínclito Trichet, la banca, y por tanto el Banco Central Europeo (BCE) como prestamista de última instancia, se lanzó a monetizar el brutal déficit público de numerosos gobiernos.
Y, finalmente, fueron los bancos centrales los que, pese a todos los errores y desgracias cometidas, no cejaron en su empeño y, a la vista de los nulos resultados cosechados, comenzaron a monetizar directamente deuda, tanto pública como privada, para tratar de impulsar el crédito a cualquier precio. Los llamados Quantitative Easing fueron implementados, primeramente, por la Reserva Federal de EEUU (FED) y el Banco Central de Inglaterra (BoE). En concreto, la FED amplió su balance de forma inédita para comprar activos crediticios tóxicos (incobrables o de alto riesgo) a la banca, y así limpiar sus balances. Luego extendió este programa a la deuda pública del Tesoro estadounidense. En total, ha comprado cerca de 1,6 billones de dólares. Su última operación, algo más rebuscada, consiste en vender 400.000 millones de dólares en bonos públicos que posee a corto plazo para acaparar la misma cuantía en deuda a largo (más ilíquida y de mayor riesgo).
El Banco Central Europeo (BCE), a modo de tuerto en el país de los ciegos, inició tímidamente esta estrategia algo más tarde, en 2010. Violando explícitamente sus estatutos fundacionales, comenzó a comprar deuda pública de Grecia, Irlanda y Portugal en el mercado secundario. Nada impidió el posterior rescate de estos países –y su actual quiebra, a la vista del caso heleno–. El pasado agosto extendió este programa al mercado de bonos español e italiano. Todo ello ha desincentivado y retrasado, nuevamente, la necesaria austeridad que precisaban estos estados. Por el momento, el BCE ya acumula 150.000 millones de euros en estos activos subprime.
Pero nada es suficiente. Tras el fracaso obtenido, una vez más, los líderes europeos ven ya con buenos ojos el plan implantado por EEUU, recomendado insistentemente por su secretario del Tesoro, Tim Geithner: emplear el actual Fondo de rescate europeo para avalar una compra masiva de deuda pública por valor de hasta 2 billones de euros. En definitiva, Quantitative Easing o, lo que es lo mismo, monetización masiva sólo que a la europea.
¿Qué persiguen los bancos centrales con todo este despliegue de artillería monetaria? Expandir nuevamente el crédito (más deuda), generando de paso una elevada inflación; inflación destinada a diluir el peso de la inmensa mala deuda acumulada; inflación para redistribuir entre toda la población el pago de las nefastas inversiones acometidas por bancos y estados; e inflación, en última instancia, para tratar -equivocadamente- de reducir la tasa de paro en base a las erróneas enseñanzas keynesianas de la llamada curva de Phillips.
Inflación, señores, inflación a cualquier coste, pese a los enormes perjuicios que causa a los más desfavorecidos y al público en general. El propio Paul Volcker, expresidente de la FED, conoce bien sus terribles efectos tras lidiar con la estanflación de los 70 subiendo los tipos de interés a niveles de dos dígitos para defender al dólar, y quizá por ello carga también ahora contra la desquiciante política de sus colegas. No será hoy y tampoco mañana, pero mucho cuidado con lo que se desea porque el sueño de los monetaristas y keynesianos bien podría cumplirse en el futuro... Y visto lo visto, ¿aún siguen buscando culpables?