En las últimas horas los acontecimientos se han acelerado de manera preocupante para la Eurozona. El rescate de Grecia se ha complicado como consecuencia del continuado incumplimiento de su compromiso por reducir el déficit y el ala más ortodoxa del BCE ha sido descabezada. Parece, por consiguiente, que los intereses alemanes se encuentran cada vez más marginados en el seno de las instituciones comunitarias, lo que obviamente dispara el riesgo de que el motor económico de Europa decida resolver por sí mismo sus problemas, abandonado a su suerte al resto de sus socios.
Es lo que inexorablemente sucede cuando se tensa demasiado la cuerda y se espera que siempre sea el mismo quien abone todas las facturas sin ofrecer a cambio una mínima corresponsabilidad. Ahora mismo, el mismo proyecto del euro podría llegar a estallar como consecuencia de unos Gobiernos imprudentes y manirrotos.
Y es que una cosa es que Alemania deba ser generosa con el resto de Europa y otra muy distinta que los tan prometidos como retrasados programas de austeridad jamás lleguen. Lo razonable es que cuando un acreedor presta su dinero desee recuperarlo, y Alemania ya lleva demasiado tiempo prestándoselo a unos periféricos cuya voluntad para cuadrar sus presupuestos y recuperar su solvencia es más bien testimonial.
Si no queremos encontrarnos dentro de unos meses en la misma situación que Grecia –en el mismo filo de la navaja– debemos comprometernos creíblemente a devolver los fondos que adeudamos; en caso contrario, los teutones bien podrían terminar rompiendo la baraja. Nos jugamos demasiado como para que el cortoplacismo electoralista de nuestros políticos les impida tomar decisiones tan contundentes como las que necesitamos. Por desgracia, nada garantiza que nuestra clase política esté a la altura de las circunstancias.