Clamaban hace apenas unas semanas los sindicatos, los indignados y demás grupos de extrema izquierda que resultaba del todo punto inadmisible que España sucumbiera a la dictadura de los mercados. ¿Qué era eso de que los ahorradores le exigieran al Estado unos tipos de interés crecientes para prestarle unos fondos que deseaba despilfarrar y que le iban resultando cada vez más complicados de devolver? Es lo que tenía gastar más de lo que uno ingresa: que ha de pedir prestada la diferencia. Y si uno pide prestado, pues depende del que le tiene que prestar.
Pero hete aquí que quienes bramaban contra nuestra inaceptable sumisión a los mercados protestan ahora también contra la limitación constitucional del déficit público. Y no porque haya sido un fraude consensuado por nuestra partitocracia que en nada restringirá la imprudencia financiera de nuestros mandatarios, sino porque la hinchada indignada dice estar convencida de que la norma se cumplirá a pies juntillas y nuestros políticos abandonarán su insana costumbre de cargar sus desproporcionados gastos sobre las espaldas de las generaciones venideras.
Vamos, que los indignados se manifiestan ahora en contra de que nuestros políticos busquen reducir la excesiva dependencia de la Administración Pública de los mercados. Los lunes se levantan enérgicos en contra de que un Estado deficitario se endeude en los mercados (y, dependa, por consiguiente de esos mercados), mientras que los martes salen a la calle para oponerse a que el Estado renuncie al déficit (y, por tanto, deje de depender de los mercados).
No hay quien les entienda. Bueno, en realidad sí: se les entiende todo demasiado bien. La izquierda, como corriente ideológica, busca incrementar todo lo posible el peso del Estado sobre nuestras vidas, esto es, que la cantidad de recursos que controle y maneje el Gobierno sea cada vez mayor. A su vez, estos lobbys de izquierda aspiran a que ese Estado hipertrofiado les otorgue una importante asignación monetaria que les permita vivir de la sopa boba, esto es, sin prestar ningún servicio que los consumidores valoren y por el que estén dispuestos a pagar voluntariamente. Todo cabe dentro de esa elástica categoría de "derechos sociales", que no es más que una excusa para arrebatarles la riqueza a los individuos y empresas que la producen para transferírsela a quienes ni lo hacen ni tienen la más mínima intención de hacerlo.
Por supuesto, en teoría la limitación del déficit no impide que el Estado siga creciendo y que estos grupos sigan mamando de la teta pública, pues el presupuesto puede cuadrarse incrementando los impuestos. Pero, en la práctica, toda la izquierda es consciente de que, en Occidente, la tributación ya se encuentra en unos niveles prácticamente confiscatorios, por lo que queda poco margen para trasquilar la oveja sin arrancarle la piel. Es mucho más sencillo endeudarse, gastar con cargo a los ingresos tributarios futuros... y el que venga detrás que arree.
Pero bueno, que no se preocupe nuestra izquierda. Si el Estado deja de endeudarse no será por el nuevo artículo 135 de la Constitución, sino porque esos despóticos mercados de los que no quieren depender nos habrán cerrado definitivamente el grifo. Y entonces sí, los déficits desparecerán por necesidad y los privilegios de la casta política y de los grupos de presión adyacentes (sindicatos e indignados) sólo podrán mantenerse sangrando todavía más a la muy sufrida clase media española. Ya no dependeremos de los mercados y la nomenclatura y sus apparatchiks podrán vivir a cuerpo de rey parasitando a la empobrecida sociedad española. Solidaridad, lo llaman.