Zapatero acaba de realizar un nuevo ejercicio de cinismo al proponer un límite constitucional al déficit público. Yo no es que esté en contra de dicha medida, todo lo contrario. Soy de los que piensan que el déficit no resuelve ningún problema y crea muchos y muy importantes. Pero el hecho de que comparta el espíritu de semejante propuesta –que procede, conviene recordarlo, del tándem Merkel-Sarkozy y no de ninguna ilustre cabeza pensante de Moncloa– no quiere decir que comparta los motivos que han llevado al presidente del Gobierno a presentarla este martes en el Congreso ni que, en la España de hoy, no me muestre escéptico en cuanto a la eficacia de dicho corsé, por muy constitucional que sea éste. Me explico.
En primer lugar, no deja de resultar irónico que el presidente que hizo del gasto público su bandera para luchar contra la crisis, lo que dio lugar en buena medida a los problemas presupuestarios y de deuda que padecemos hoy, quiera presentarse ahora como el adalid del saneamiento de las finanzas públicas con una propuesta de enmienda constitucional que él no va a llegar a votar porque, de acuerdo con los tiempos parlamentarios y electorales, dicha enmienda tendrá que aprobarse, necesariamente, en la próxima legislatura, en la cual Zapatero ya estará fuera de la política. Para él, por tanto, no tiene coste alguno y con eso, a su entender, queda bien con Alemania y Francia y da la impresión de que hace todo lo posible por combatir la crisis fiscal que asola nuestro país. Pues si tanto le preocupan estas cuestiones, ¿por qué no aprueba un nuevo recorte del gasto público para lo que queda de año? ¿Por qué no lo ha hecho antes, en lugar de jugar a subir los impuestos y de presentar un cuadro macroeconómico imposible para 2011 que le permitía, al menos sobre el papel, porque el papel todo lo aguanta, no llevar a cabo la poda drástica en el gasto público que exigen las presentes circunstancias? Eso es lo que tenía que hacer, y no proponer enmiendas constitucionales que nadie le pide y trasladan a otros los problemas que ha creado él.
Además, ¿qué credibilidad puede tener semejante limitación constitucional cuando en este país llevamos ocho años dando patadas y más patadas a la Carta Magna, a conveniencia del Gobierno y con el respaldo de un más que politizado Tribunal Constitucional, hasta el punto de que hoy está en la UVI? Para que dicha enmienda, si se aprueba, pueda ser efectiva, lo primero que tendría que hacerse es reformar el Constitucional, con el fin de que nadie se la pueda saltar a la torera y, de paso, que tampoco se pase por el arco del triunfo el resto de preceptos constitucionales.
Por último, esa enmienda no servirá de nada si en su contenido no se obliga a todos los niveles de la Administración a cumplirla ni se dota al Estado de los medios para forzar a las autonomías y los ayuntamientos a hacerlo, les guste o no, lo cual requiere, en última instancia, un nuevo modelo de Estado que implica más y más cambios constitucionales. Sin ellos, esa enmienda no será más que agua de borrajas.