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Ignacio Moncada

A las puertas de otra gran depresión

La estrategia que nos prometieron que nos sacaría de la crisis en un año, pleno empleo incluido, nos ha traído a las puertas de otra gran depresión de las que duran más de una década. Sólo con un ajuste de caballo evitaremos adentrarnos en ella.

Resulta heroica la obstinación de los keynesianos que van quedando. Mientras Occidente contempla cómo se derrumba la economía como resultado de más de tres años de políticas expansivas, éstos continúan su huída hacia delante. Y, sin duda, lo hacen con los ojos vendados, pues no ven que a escasos metros se encuentra el abismo. Rezaba en El País Jose Carlos Díez, economista jefe de Intermoney, que "la tensión en los mercados financieros que de nuevo estamos padeciendo ha sido causada por una obsesión por la austeridad". Yendo incluso más lejos, el incansable Paul Krugman repite dos veces por semana desde las páginas del The New York Times la misma idea: "una respuesta real a nuestros problemas conllevaría por el momento, ante todo, más gasto gubernamental, no menos".

La realidad sigue sin dar una alegría a los fervientes seguidores de Lord Keynes. Desde el momento en el que estalló la crisis, los Gobiernos de ambos lados del Atlántico siguieron a pies juntillas el manual anticrisis que nos legó el economista inglés: que los Gobiernos gasten todo el dinero posible, da igual en qué, con objeto de mantener la demanda inflada. El hecho es que se ejecutaron los mayores planes de gasto público que jamás vieron los tiempos. Podría parecer extraño que mientras la economía occidental se contrae con violencia, y la gente tiene cada vez menos recursos, la salida de los Gobiernos sea la de acaparar todo el crédito disponible para despilfarrarlo en sus más inmediatas ocurrencias. Pero la verdadera luz que iluminaba esas acciones, aunque parecieran absurdas a ojos del ciudadano de a pie, era la promesa de que en menos de un año se volvería al pleno empleo y al sano y enérgico crecimiento económico. Tres años después, la realidad, ajena a las fantasías keynesianas, sigue sin hacer caso a tan voluntarista ideología. Ha logrado, eso sí, lo que parecía impensable: colocar a grandes potencias económicas al borde mismo de la suspensión de pagos.

Pero el asunto sigue agravándose. Los Gobiernos, incluso viéndose a un paso del precipicio, siguen pensando que la clave para evitar una traca de quiebras soberanas está en reducir el déficit publico al 6%, cifra que alguien debió mencionar en Bruselas como si fuera la panacea contra la crisis y que no deja de seguir siendo un nivel de endeudamiento masivo. La reacción de la economía, que no entiende de ideologías, ha sido la de ir a peor. La crisis de deuda se ha traducido en una explosión de las primas de riesgo, en el rescate encubierto del BCE a España e Italia y en la certeza de que volvemos hacia la recesión. El caso es que parece que ni el riesgo de quiebra parece frenar la fe ciega de los keynesianos en el despilfarro como método infalible para salir de la crisis. Al final resultó que la estrategia que nos prometieron que nos sacaría de la crisis en un año, pleno empleo incluido, nos ha traído a las puertas de otra gran depresión de las que duran más de una década. Sólo con un ajuste de caballo evitaremos adentrarnos en ella.

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