Miren con cariño a los ojos del keynesianismo, puede ser la última vez que lo vean.
Recapitulemos. El problema, se decía, era la intransigencia del Tea Party por requerir garantías al aumento de la deuda. Uno tiembla al pensar qué hubiera sucedido si el progresismo hubiera logrado su deseo: un límite incrementado sin contrapartidas, o aumentando impuestos. Acto seguido, tras la degradación de S&P, que habría sido mayor de no haberse hecho caso al Tea Party como exigían a base de insultos los socialisto-keynesianos, Obama culpó a los terremotos, al petróleo y, solapadamente, a los republicanos, de una calificación en la que su responsabilidad se eleva a 4.000.000.000 dólares diarios de crédito. Mucho más que los 1.600.000.000 dólares diarios que Bush, hasta entonces el más dispendioso de los presidentes, pidió en su día. Echando el último balón fuera, la ministra Salgado reclamó al BCE que hiciera "su trabajo". Por tal entendía la compra de bonos españoles, que resulta ser una medida contraria al tratado de la UE, cara, inflacionista y, visto lo sucedido con la compra de unos 80.000 millones en deudas griega, irlandesa y portuguesa, ineficiente. Por fin, los bancos con deuda griega podrían perder más de lo previsto.
Así que las bolsas, en extraña pero perfecta lógica, cayeron abrumadoramente borrando parcialmente los efectos de los miles de millones que el BCE tiró para impedir artificial y temporalmente el derrumbe crediticio hispánico-italiano.
No hay peor ciego que el que no quiere ver, ni peor socialista que el que se resiste a abandonar el poder. La obviedad del espeluznante fracaso intervencionista de los últimos tres años –desde los ochocientos mil millones del "estímulo" de Obama hasta el rechazo visceral a reformar el estado del bienestar, pasando por la impresión de dólares, los planes E y la compra ilegal de bonos por el BCE– es tal, que no puede hablarse de un problema económico sino de una debacle ideológica en toda regla, que amenaza con liquidar esta opción de la faz de la tierra. De ahí la neurosis de los presuntos responsables.
Decía Kissinger que hasta los paranoicos tienen verdaderos enemigos. Los de Obama, como los de los demás progresistas, son la arrogancia y soberbia desmedidas que impiden reconocer los errores en ciencia económica y decencia de toda la vida que nos han llevado a esta catástrofe nada natural.
De esta vía muerta emerge una verdad: hay que recuperar la economía recortando los tipos impositivos y el gasto público, liberalizando el mercado laboral y regulando menos. Aplicando medidas reales que nos saquen del círculo vicioso de la colocación artificial de deuda.
Al arsenal socialista-keynesiano sólo le queda la bala de pagar deuda con inflación. La Fed no se ha atrevido, aunque Greenspan lo sugirió. El doloroso despertar del socialismo consensual, patético de contemplar, es, sin embargo, una gran noticia. Por consunción, por la fuerza de lo inevitable, hay una esperanza: Revocar esta política caduca generadora de tanta miseria.