La degradación crediticia de Estados Unidos era una mera cuestión de tiempo. De hecho, si por algo ha de recibir críticas S&P es por su descarada tardanza y alarmante falta de rigor a la hora de rebajar el rating a la primera potencia mundial. Pero la realidad, para desgracia de muchos políticos, se acaba imponiendo tarde o temprano, tal y como acontece desde hace casi año y medio en el seno de la zona euro.
Para entender la crisis de deuda pública no es preciso irse a las grandes cifras sino tomar como ejemplo lo que acontece en una empresa o familia que atraviesa graves dificultades financieras. Si un hogar cuenta con una deuda de 100.000 euros y unos ingresos anuales de 40.000 podrá amortizar con facilidad dicho crédito a medio plazo destinando una porción de sus recursos. Claro que si el matrimonio en cuestión se queda en paro y sus ingresos descienden a 10.000 euros anuales dicha situación cambia radicalmente.
Además, si la pareja mantiene su anterior nivel de vida (gasto) a base de ampliar crédito, sin intención de liquidar activos (piso, coche, acciones...) ni atisbo alguno de recolocarse en el mercado laboral por la negativa de cambiar de sector o aceptar salarios más bajos, resulta evidente que, llegado un punto no muy lejano, el banco le acabará exigiendo tipos de interés mucho más altos o bien le cerrará el grifo de la financiación. Es entonces cuando la familia tendrá que declararse en quiebra e incumplir sus compromisos financieros, a no ser que alguien distinto a ese banco le conceda más avales o le preste dinero para salvar la situación.
Algo similar es lo que acontece desde hace meses con algunos países. Ante la negativa de reestructurar sus finanzas públicas (reducir gastos) y acometer las reformas necesarias para impulsar el crecimiento (generar más ingresos), el mercado (banco) comenzó a exigir un mayor coste para prestar dinero a determinados estados. Sin embargo, éstos han continuado con su deriva, culpando a la malvada especulación de todos los males e ignorando por completo que la raíz de todos los problemas radica en mantener su sobredimensionado tamaño. La imposibilidad de financiarse a precios asequibles ha situado a varios de estos países al borde de la quiebra. El impago tan sólo se ha evitado, de momento, gracias a que otros socios –léase bancos centrales y Gobiernos– han intervenido in extremis prestándoles el dinero preciso.
Sin embargo, esta particular transferencia de recursos no es gratuita. Para que los países díscolos se mantengan en pie, los solventes deben incrementar su ya abultado nivel de deuda (es el caso de Alemania), deteriorando así su posición crediticia, en una especie de huida hacia adelante que tarde o temprano llegará a su fin. Game over, el tiempo se agota.
Y es que, la crisis de deuda no se debe a la especulación, ni a los avariciosos mercados, ni a una conspiración internacional ni mucho menos a las agencias de rating. Los verdaderos culpables son los Gobiernos de cada país, obstinados en ocultar la realidad y retrasar todas las medidas precisas para recuperar el crédito de los inversores.