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Juan Ramón Rallo

Los préstamos subprime del BCE

El problema de la Eurozona no es el rumbo que tome ese constructo estadístico del IPC, sino la creciente iliquidez del BCE y el freno que la respiración asistida de sus refinanciaciones supone para la recomposición de nuestra economía.

Habituados a crecer a golpe de deuda, la adicción es demasiado poderosa como para abandonarla súbitamente. Es un síndrome de abstinencia que ni siquiera la más amarga de las medicina, la contracción económica más destructiva de los últimos 80 años, ha logrado calmar. A la postre, prácticamente todas las recetas para combatir una depresión ocasionada por el exceso de deuda pasan por incrementar todavía más esa deuda. Muerto el apetito crediticio del sector privado, el público ha incrementado el suyo proporcionalmente.

Tan fuerte es el dogma de que el Estado debe seguir gastando sin contención que, incluso cuando el sector privado deja de prestarle, se buscan todo tipo de artimañas para que no deje de gastar. Con la monetización de deuda periférica por parte del Banco Central Europeo tenemos el enésimo ejemplo: si el sector privado no tiene capacidad o voluntad de seguir extendiendo crédito a unos Gobiernos que se perfilan como insolventes, debe ser esa gran banca pública central y monopolista, el banquero por excelencia del Estado, quien se subrogue en la posición de prestamista.

Los habrá que condenen la jugada por inflacionista, por atentar contra el loable objetivo de la estabilidad de precios. Pero el problema más grave no es ése, sino que el BCE está forzando la máquina para dar más crédito a unas economías moribundas cuyos problemas no se solventan con más sino con menos deuda. Pasa lo mismo que Lehman Brothers o Washington Mutual expandían imprudentemente el crédito, hartándose de conceder o de recomprar hipotecas subprime: el problema no era si el IPC de Estados Unidos subía unas décimas más o menos, sino cómo se erosionaba capital de los bancos y se desajustaban los planes de inversión de los estadounidenses. Hoy el problema de la Eurozona tampoco es el rumbo que tome ese constructo estadístico del IPC, sino la creciente iliquidez del BCE y el freno que la respiración asistida de sus refinanciaciones supone para la recomposición de nuestra economía.

Porque el problema de los periféricos no es de iliquidez, sino de insolvencia. Tal como están hoy las cosas, no pueden hacer frente a sus deudas, por mucho que se las refinancien. La economía privada tiene que reorganizarse para volver a generar riqueza –corrigiendo a la baja numerosos precios para poder recolocar a los factores desocupados– y la pública tiene que reducir extraordinariamente su tamaño para acabar con sus insostenibles déficits. A nada de todo esto contribuye el crédito barato del BCE, pues retrasar el vencimiento de las deudas impagables sólo prorroga el problema y lo agranda por el importe de los intereses devengados.

El BCE no debería ser la entidad más imprudente de todo el sistema financiero, sino la que proporcionara liquidez a la banca en momentos de necesidad y sólo contra activos de calidad. La perversión de sus funciones, el convertirla en el último banquero alocado de la borrachera crediticia, no traerá buenas consecuencias, ni en Europa ni en EEUU. Tras dos años de Quantitative Easings y de despilfarros gubernamentales a tutiplén, sólo tenemos una economía que fluctúa entre el estancamiento y la depresión: cuando recalentamos la demanda, mediante el crédito barato de los bancos centrales y el despilfarro gubernamental, los precios de las materias primas se disparan y nuestras posibilidades de crecimiento se asfixian; cuando moderamos esa demanda artificial, por colapso del margen de endeudamiento, nos hundimos.

Pero todos los ajustes de la crisis están aún pendientes: excesivo apalancamiento de la gran mayoría de agentes –incluidos ahora el Gobierno y los bancos centrales– y cuellos de botella en sectores esenciales como las materias primas. Ciertamente, para reflexionar: ahora mismo en España, y salvo alguna excepción, la economía privada está igual o peor que en 2009; de nada han servido los estímulos fiscales y en parte monetarios que hemos recibido como sustitutos de la austeridad y la liberalización. No obstante, a nuestros problemas anteriores les hemos de añadir un serio riesgo de suspensión de pagos del sector público y la nada desdeñable posibilidad de que el euro salte por los aires merced a un banco central absolutamente descapitalizado y a unos bancos privados llenos hasta las trancas de deuda soberana de dudosa calidad. Recogemos lo que sembramos.

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