En breve nuestros gobernantes harán un nuevo ejercicio de ortodoxia presupuestaria, bien tras unas elecciones anticipadas y con otros inquilinos en el Palacio de la Moncloa o bien porque los mercados obligarán a los actuales a ser mucho más severos.
En esta columna, ya nos hemos decantado plenamente a favor de recortes del gasto público y, solo y como último recurso, tras esos recortes manifiestos de gasto, contemplar la posibilidad de un incremento impositivo. Esto sería lo mejor para potenciar nuestra tasa de crecimiento. Pero centrando la mirada en la contención del gasto público conviene resaltar la diferencia entre austeridad y eficiencia.
La austeridad siempre debe acompañar a la cosa pública, entre otras razones porque frena el despilfarro. Pero en España se da la casualidad de que aunque todas las administraciones públicas fueran austeras, algo, por cierto, difícil de imaginar, resultaría que la ineficiencia del sistema seguiría siendo enorme. Es decir, la austeridad por si misma no nos sacaría de la situación en la que hemos terminado. Duplicamos estructuras y funciones entre la administración central y las Comunidades Autónomas y entre estas y las Diputaciones. Además como hemos tenido ocasión de revisar en esta columna también hay un exceso de micro municipios en el país que implican necesariamente ineficiencia.
Según los estudios de UPyD, todos los años nos podríamos estar ahorrando aproximadamente unos 42.000 millones de euros si implementásemos un sistema que evitara duplicidades y gastos excesivos en las CCAA (20.000 millones €), los mayores municipios (6.000 millones €) y si procediésemos a una agrupación de municipios con un mínimo de población de 20.000 habitantes (16.000 millones €).
Ese potencial ahorro de 42.000 millones de euros anuales no se alcanzaría con la simple aplicación de un comportamiento austero, que, insisto, merece el máximo respeto para la cosa pública. Sólo se lograría si iniciáramos reformas estructurales que eviten la duplicidad de funciones en las distintas administraciones públicas. Si llegáramos a librar esos recursos no habría necesidad de cargar contra jubilados ni de reducir prestaciones sociales. Podríamos optar entre inversiones públicas productivas o mayor ahorro (austeridad) pero sin la espada de Damocles de los mercados financieros amenazando nuestra cabeza. Es solo cuestión de que los españoles empecemos a exigir a nuestros gobernantes la eficiencia con nuestro dinero.