El sentido común nos indica que el dinero debe circular para que la actividad económica no se estanque. Si el dinero no circula y, por tanto, los empresarios no venden lo suficiente como para cubrir costes, se nos dice, la actividad económica se contrae. De ahí que retirar una cantidad de dinero del sistema –atesorarlo o, más comúnmente, guardarlo debajo del colchón–, en tanto en cuanto cortocircuita los procesos de compraventa, se ha considerado por una enorme cantidad de economistas –incluidos keynesianos y monetaristas– como el origen de todas las calamidades. Esto es, reputan inadmisible que el mismo bien que desempeña las funciones de medio de cambio haga a las veces de depósito de valor. Al estilo del socialista Silvio Gesell gritan: "El dinero debe ser un medio de cambio y nada más".
Tengo para mí que el atesoramiento de dinero es, a día de hoy, el hecho económico peor comprendido de todos. Nuestros instintos evolutivos –acaparar es malo– se mezclan con nuestra sesgada observación de la realidad –hay crisis porque los empresarios no venden y los empresarios no venden porque los consumidores se guardan el dinero debajo del colchón– y dan lugar a un cóctel de tergiversación ciertamente explosivo.
Lo primero que debemos preguntarnos es por qué alguien atesora dinero. Mucha gente considera que el atesoramiento es la respuesta lógica a las ansias de ahorrar: si la gente ahorra, se atesora, cae el gasto en la economía y la actividad se desploma. Pero no, quien ahorra puede perfectamente invertir en adquirir activos diversos (bonos, acciones, inmuebles, almacenes de materias primas...), es decir, el menor gasto en consumo presente puede convertirse en un mayor gasto en inversión (lo que implica una mayor producción y consumo de bienes de consumo en el futuro).
Así las cosas, ¿por qué atesoramos? ¿Por qué adquirimos un activo que no proporciona rendimiento alguno? ¿Por qué renunciamos a comprar bienes de consumo que podrían satisfacer nuestras necesidades o bienes de capital que podrían proporcionarnos una rentabilidad anual del 4%, 5%, 10 ó 15%? Básicamente, atesoramos el dinero porque no nos convence ninguno de los bienes de consumo o de capital que en estos momentos nos ofrecen los empresarios. O dicho de otro modo, el atesoramiento es una manera de protestar contra unos productores que no se adaptan a las preferencias de los tenedores de dinero, ya sea en su faceta de consumidores o en su faceta de ahorradores/inversores.
Imagine que usted tiene 150.000 euros y quiere comprar un inmueble en el centro de Madrid por ese precio, pero nadie se lo vende. Si muchas otras personas efectúan un juicio similar y se guardan el dinero, los promotores inmobiliarios (o los propietarios de pisos de segunda mano que deseen desprenderse de ellos) tendrán que liquidar su stock de ladrillo al descuento e ingeniárselas para seguir erigiendo inmuebles a precios más asequibles.
¿Qué hacer mientras tanto con su dinero? Gastarlo en bienes de consumo obviamente no; en esencia, porque si se funde sus ahorros, tal vez no vuelva a acumularlos nunca. Lo lógico sería, en realidad, que en lugar de atesorar el dinero, usted lo invirtiera mientras espera a que caigan los precios de los inmuebles. Pero imagine que, según su parecer, nos encontramos en medio de un boom económico artificial originado por el crédito barato y que las burbujas de activos se han generalizado por toda la economía. Los inmuebles, como hemos visto, están inflados de precio; en la bolsa, se repite una segunda exuberancia irracional similar a la de las puntocom; los bonos públicos y privados ofrecen tipos de interés ridículos, cercanos al 1%... ¿Qué haría usted en ese contexto? ¿Comprar activos a precios desproporcionadamente caros? ¿Dilapidar el dinero en bienes de consumo y renunciar a su sueño de adquirir un piso en Madrid? ¿O más bien no gastar su dinero en nada a la espera de que los precios y la producción se ajusten a las deseadas por usted y el resto de tenedores de dinero?
Pues ahí lo tiene, esa es la función clave del atesoramiento: asegurar la soberanía del consumidor y del inversor. Como consumidores, contar con un buen depósito de valor nos asegura que no nos veremos forzados a adquirir la mercancía estropeada que los empresarios, tras haber apreciado erróneamente nuestras necesidades, nos están ofreciendo: les obligaremos o bien a que nos vendan sus productos defectuosos más baratos o bien a que produzcan otras mercancías por las que sí estemos dispuestos a abonar precios mayores.
Como ahorradores, un buen depósito de valor nos garantiza que no estaremos forzados a invertir en proyectos empresariales que reputemos excesivamente arriesgados para la rentabilidad que están prometiendo. Es decir, no destinaremos nuestro dinero –ni vía obligaciones ni vía acciones– a empresas que no confiemos en que vayan a satisfacer las necesidades futuras de los consumidores y que, por tanto, estén malinvirtiendo y despilfarrando los recursos. Al atesorar el dinero, les obligaremos o bien a que nos ofrezcan mayores rentabilidades más conformes con el riesgo que creemos estar asumiendo o bien a que reorganicen su modelo de negocio para volverlo más previsible y más seguro de cara a los potenciales inversores.
Por supuesto, en muchas ocasiones –en especial, aquellas que siguen a un boom económico artificial basado en el crédito barato– el atesoramiento dará lugar no a rebaja de los precios de los bienes de consumo o de capital, sino directamente a una reorganización de las estructuras financieras y productivas. Muchos empresarios no podrán permitirse vender más barato sin quebrar o sin deshacerse de sus negocios menos rentables. Y aquí, el temor de muchos –empezando por Keynes– es que aparezcan de manera inexorable "recursos ociosos" –desempleo– que no puedan recolocarse en ninguna otra parte. Temor, en gran medida infundado.
El atesoramiento de dinero tiende a elevar su valor frente al del resto de los bienes (hay una deflación de precios), y siempre que se eleva el valor de un bien económico –sin que paralelamente lo hagan los costes– su producción tiende a elevarse. Bajo el patrón oro, el proceso era bastante automático: cuando aumentaba el valor del oro, los recursos ociosos se trasladaban a las minas de oro para incrementar su producción (o a la industria exportadora, si se carecía de minas y se deseaba importar oro); si tal operación sólo era posible en parte, el atesoramiento se filtraba al mercado monetario y abarataba el descuento de letras de cambio (permitiendo una mayor producción de ciertos bienes de consumo muy demandados). En ambos casos, los recursos ociosos se iban recolocando en picos de producción provisionales a la espera de que el resto de empresarios reorganizaran sus modelos de negocio y los volvieran a contratar (la tasa de paro en EEUU durante el s. XIX, por ejemplo, no superó casi en ningún momento el 5%).
Con el dinero fiduciario, el automatismo del oro desaparece y devienen necesarias otras operaciones más enrevesadas que suelen generar distorsiones adicionales sobre el sistema económico: el banco central se subroga en la posición del minero de oro, de modo que es él quien debe incrementar la provisión de dinero fiduciario cuando su valor aumenta como consecuencia del atesoramiento. Pero, como ya veremos en otra ocasión, el banco central sólo puede incrementar la cantidad de dinero monetizando activos, y en tal caso se abre la compleja –y peligrosa– cuestión de qué activos ha de monetizar. Tradicionalmente se ha optado por deuda pública o privada a largo plazo, lo que bien podría relanzar un auge económico artificial o retrasar la corrección de los errores empresariales acumulados en lugar de favorecer su rápida y limpia liquidación.
En definitiva, son legión quienes se escandalizan de que la función de medio de cambio y de depósito de valor coincidan en el mismo bien económico: el dinero. Quizá, en aras de la claridad, sería mejor decir que el dinero es el medio de cambio y de no-cambio de una economía. Decir que el dinero es un medio de cambio pero, al tiempo, negarle a su tenedor la posibilidad de que rechace aquellos intercambios que no reputa provechosos equivale a imponerle a todo el mundo la obligación de gastar y, por tanto, supone trastocar el orden de prioridades del sistema económico: no producimos para consumir, sino que consumimos para producir. ¿Qué otra cosa sería, si no, un medio de cambio con el que no pudiéramos declinar los intercambios perjudiciales?
El dinero, como medio de cambio generalmente aceptado, permite incrementar la productividad del sistema económico, en la medida en que facilita un número infinitamente mayor de intercambios que con el trueque y, por consiguiente, permite ahondar en la división del trabajo, del capital y del conocimiento. Del mismo modo, el dinero como depósito de valor (o como medio de no-cambio) permite forzar la corrección de los errores que cometan los empresarios y, por tanto, dificulta que esa división del trabajo, del capital y del conocimiento se vaya por circuitos ruinosos que supongan una intensa dilapidación de nuestros siempre escasos recursos. Todo sistema que no cuente con un mecanismo que limite las distorsiones que surgen en su progresiva expansión está condenado a autodisolverse o esclerotizarse bajo el yugo de los errores pasados. Y en ese sentido, al corregir los desajustes internos, el dinero como depósito de valor también incrementa nuestra productividad y revitaliza el sistema económico.
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