La negociación colectiva es un modo de organizar las relaciones laborales en una industria, sector o territorio concreto. Su funcionamiento consiste en que las negociaciones individuales entre trabajador y empresario son sustituidas por una negociación vis-à-vis entre quienes ostentan –o detentan– la representación de unos y otros.
A priori parecería que ninguno de ambos sistemas es mejor que el otro, pues lo que importan son los resultados y no tanto los procedimientos a seguir. El problema, claro, es precisamente que en sistemas de información y organización tan complejos como una economía de mercado, el resultado deviene indisociable del procedimiento. Al cabo, la gran ventaja del mercado, de las negociaciones descentralizadas entre propietarios, es que permiten manejar un volumen de información tan enorme que ningún individuo o grupo sería capaz de adquirirla, procesarla o entenderla en su totalidad.
El error de la negociación colectiva consiste en meter a todas las empresas de un sector o territorio en el mismo saco, como si fueran idénticas o pudieran llegar a serlo. Si Zara no es igual a cualquier camisería de barrio, no parece demasiado lógico que la base de la organización laboral de ambas firmas sea la misma, tal como pretende el convenio. Así, cuanto más se aleje el ámbito de negociación de las normas laborales del ámbito de aplicación de esas normas, mayor cantidad de ruido, errores e inadecuaciones tenderán a introducirse en los contratos laborales. Por eso, el resultado habitual de una ronda de negociaciones colectivas serán condiciones contractuales que, lejos de adaptarse al contexto particular de cada compañía, se ceñirán a las preferencias o a la ideología de los negociantes. Que esto constituye un error es de puro sentido común: si lo que buscamos son los planos de las estructuras de un edificio, no recurriremos a un mapamundi. Y si queremos unos contratos laborales que se ajusten como guantes a la situación de cada empresa, no habría que recurrir a convenios colectivos territoriales o sectoriales.
Claro que uno podría elucubrar que lo conveniente es que la negociación colectiva sirva para igualar a todos los trabajadores por arriba. A saber, puede que Zara no sea lo mismo que una pequeña camisería, pero las condiciones laborales de Zara deberían extenderse a toda la competencia. De este modo, los convenios colectivos servirían para evitar discriminaciones entre trabajadores según la compañía en la que operen. Al cabo, ¿por qué si diversos obreros se dedican a lo mismo pero en distintas empresas han de estar sometidos a diferentes condiciones laborales?
Planteémoslo desde otra perspectiva. Imagine que los representantes de los compradores de inmuebles se reúnen con los representantes de los propietarios de inmuebles y ambos firman un convenio colectivo dirigido a regular las condiciones de la compraventa de viviendas. Si los propietarios logran imponer una cláusula que establezca, por ejemplo, que el precio mínimo de los inmuebles, sea cual sea su superficie, localización o calidad, será de 150.000 euros, ¿qué cree que sucederá? Pues que muchos pisos que podrían haberse enajenado por menos de 150.000 euros ahora quedarán fuera del mercado.
La cosa sólo cambiará levemente en caso de que el convenio trate de segmentar territorial o funcionalmente el tipo de operaciones de compraventa. Si, por ejemplo, el convenio anterior deja de ser aplicable a toda España y se limita a la Comunidad de Madrid, donde el metro cuadrado es de media más oneroso, parece claro que resultará menos restrictivo y que generará menos distorsiones, pero, aun así, seguirá habiendo pisos por debajo de 150.000 –presentes en mayor o menor medida en todos los barrios de la capital– que no encontrarán comprador.
Asimismo, que se creen dos categorías de inmuebles residenciales –vivienda familiar y vivienda de lujo, verbigracia– con distintos precios mínimos de compraventa –75.000 y 500.000 euros– tampoco solventará el problema, pues o bien los precios mínimos serán demasiado bajos como para limitar los libres pactos entre compradores y vendedores (y por tanto serán irrelevantes para beneficiar a los propietarios de viviendas) o bien, si resultan demasiado altos, seguirán restringiendo el número de operaciones posibles. Además, el hecho de que existan varias categorías no garantiza necesariamente una mayor flexibilidad contractual, pues perfectamente los "inspectores inmobiliarios" podrían etiquetar a una vivienda normalita como "de lujo", impidiendo en consecuencia que su propietario la venda por menos de 500.000 euros.
El despropósito anterior puede empeorar todavía más si esos convenios de compraventa de viviendas se prorrogan automáticamente en ausencia de una nueva ronda de negociaciones colectivas (lo que se conoce como ultraactividad de los convenios). Imaginen que los precios mínimos de compraventa de viviendas se pactaron en el momento más elevado de una burbuja inmobiliaria y que, al cabo de tres años, la sequedad del crédito y la competencia de un alquiler mucho más asequible fuerzan caídas de precios del 50% en los pisos. Obviamente, perpetuar durante la crisis unos precios mínimos de compraventa que ya eran demasiado elevados para la época de burbuja sólo provocará un desplome brutal de las operaciones, dejando un colosal stock de viviendas invendido.
Y quede claro que los precios mínimos son sólo una de las muchas cláusulas que integran un convenio. Existe un amplio rango de intervenciones posibles sobre la contratación: cláusulas que prohíban darle un uso comercial a un inmueble, que restrinjan el número de horas al día que puede ser habitado, que establezcan la necesidad de que toda vivienda cuente con una zona libre de humos, etc. Todas éstas, si bien no regularían directamente el precio de venta de los inmuebles, sí erosionarían su utilidad o rentabilidad, forzando a los potenciales inversores a exigir importantes descuentos en sus precios para que les resulte atractivo adquirirlos.
En definitiva, los convenios colectivos sobre cualquier bien económico tenderán a reducir su uso, volviéndolo artificialmente sobreabundante (desempleo). Pero en el caso específico del factor trabajo, los perjuicios no terminan ahí: dado que se trata de un recurso productivo, los convenios, al reducir su ocupación, también minorarán la producción de bienes de consumo y de capital, lo que los encarecerá y empobrecerá al resto de la población.
Los trabajadores sólo pueden escapar a esta dictadura de los convenios colectivos en caso de que éstos sólo regulen algunas industrias concretas. En ese supuesto, la destrucción de empleo y de producción se concentrará en esas áreas de la economía, que pasarán a operar por debajo de su potencial, mientras que los trabajadores desempleados podrán buscar ocupación en otras industrias no sometidas a convenio. Claro que, como resulta bastante probable que la productividad de esos trabajadores sea menor en esos otros sectores, aun así los convenios seguirían destruyendo parte de la riqueza que podría llegar a crearse sin ellos.
Por supuesto, cuando todos o casi todos los sectores de una economía estén sometidos a convenio –situación de España–, no habrá vía de escape posible y es muy probable que el desempleo generalizado haga acto de presencia, sobre todo si media una crisis económica que erosione la productividad de la mayor parte de los trabajadores.
He aquí lo irónico de la negociación colectiva: si bien ésta se justifica políticamente por la peregrina necesidad de nivelar el poder de negociación de trabajadores y empresarios, son los propios convenios los que, al masificar el paro, colocan a los trabajadores en una posición de absoluta inferioridad frente a los empresarios. La mejor baza negociadora del trabajador frente al empresario no es una pauperizadora negociación colectiva, sino la facilidad de rechazar un empleo cuyas condiciones no le agraden porque tenga la seguridad de que puede encontrar ocupación en otras partes de la economía.
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