Todo apunta a que el segundo rescate de Grecia adoptará una fórmula similar a la de un concurso de acreedores propia de una empresa insolvente. Así, aunque ambos procesos cuentan con claras diferencias, la cuestión es que, por primera vez en la historia de la Unión Monetaria, las autoridades internacionales ya barajan extender el vencimiento de los bonos helenos con el consiguiente perjuicio para los tenedores privados de deuda para, posteriormente, aplicar probablemente un descuento en el valor nominal de los mismos en un futuro no muy lejano, cuando los bancos (principales acreedores) dispongan de un colchón suficiente para asumir las pérdidas sin riesgo de ser arrastrados. Es decir, el tradicional proceso de quita y espera, pero al revés –primero espera y después quita–.
Al mismo tiempo, los gestores de una empresa en problemas suelen perder el control de la misma durante el transcurso del proceso para acelerar las liquidaciones y la necesaria reestructuración a fin de cumplir los compromisos de pago en la medida de lo posible sin menoscabo de la futura supervivencia de la compañía. En este sentido, Bruselas y el FMI abogan ya abiertamente por tomar el control de las cuentas públicas helenas, aunque de forma más o menos indirecta, con el objetivo de garantizar el cumplimiento de las condiciones impuestas en el rescate, lo cual implicará perder parte de su soberanía nacional. De este modo, la UE pretende evitar el peor de los escenarios: el default puro y duro de Grecia y su probable salida del euro.
Sin embargo, el haber llegado hasta aquí es responsabilidad exclusiva de Atenas. La ausencia de reformas estructurales para alentar el crecimiento y el aumento exponencial del tamaño del Estado griego durante los últimos lustros han creado el caldo de cultivo ideal para el estallido de la brutal crisis de deuda pública que ahora padece el país. El problema es que, una vez que la espita saltó por los aires, Atenas, si bien reconoció parcialmente la enfermedad, se negó a poner en marcha de inmediato el imprescindible plan de choque que requería tal situación. De hecho, mal aconsejado por los técnicos internacionales, erró de plano en el tratamiento: subió los impuestos de forma generalizada y empleó una tijera para podar ramas cuando, en realidad, precisaba de una motosierra capaz de cortar árboles e, incluso bosques enteros.
El Estado griego es, simplemente, enorme, y su peso ahoga de forma trágica la escasa capacidad productiva del país. Pero liquidar un Estado nunca ha sido tarea fácil. De hecho, los políticos prefieren declarar la bancarrota nacional (negarse a pagar lo que deben) antes de perder su poder en favor del sector privado. Cuando un Estado tiene problemas para pagar lo normal es que no pague, según ha venido demostrando la historia a lo largo de los siglos: o bien entra en suspensión de pagos o bien genera inflación a toda máquina para evaporar el valor nominal de la deuda contraída.
El caso griego es distinto: en primer lugar, si se niega a pagar de forma unilateral, saldrá del euro; en segundo lugar, al no poseer autonomía monetaria para imprimir papel a su antojo, por suerte para griegos y acreedores, Atenas no podrá optar por devaluar las deudas asociadas, y de paso toda la riqueza del país, vía inflación. En este caso, el euro funciona a modo de patrón oro, ya que impide a los políticos helenos cometer el fraude masivo de erosionar el valor de la moneda de forma ruin y maliciosa.
Aún así, Grecia no pagará todo lo que debe, de ahí el término "reestructuración suave" empleado por la elite pública europea. Y no lo hará porque, a diferencia de una empresa, liquidar un Estado conlleva un elevadísimo coste político y electoral. Por desgracia, la mayoría de la población se niega a adelgazar el elefantiásico poder político de Atenas. Muchos viven directa o indirectamente del sector público, cuyo tamaño alcanza casi el 50% del PIB.
Su Gobierno tan sólo se compromete por el momento a recortar algo más de grasa corporal (gasto público), profundizar en las reformas para potenciar el crecimiento y privatizar activos por valor de 50.000 millones de euros hasta 2015. Estas medidas no evitarán la temida reestructuración, y Bruselas y el FMI son conscientes de ello. El Gobierno griego adeuda un total de 330.000 millones de euros, equivalente al 142,8% del PIB en 2010.
Sin embargo, su plan podría ser mucho más ambicioso. Según el Banco Central Europeo (BCE), Atenas posee una enorme cartera de activos públicos, cuyo valor estimado asciende a 300.000 millones de euros, incluyendo empresas, infraestructuras, acciones, participaciones, suelo y todo tipo de bienes inmuebles. Tan sólo la agencia pública Hellenic Public Real Estate Corp. gestiona 75.000 propiedades inmobiliarias. Además, Grecia también podría vender islas, playas, oro y hasta monumentos si es necesario con tal de cumplir sus compromisos y evitar el doloroso estigma de la quiebra.
Pero ni siquiera haría falta llegar tan lejos: si Atenas redujera el peso del Estado a la mitad (unos 60.000 millones), con la consiguiente privatización de pensiones, sanidad y educación, y vendiera el 50% de sus activos públicos (otros 100.000 millones por lo bajo) su deuda quedaría reducida al 70% del PIB; ello, unido a un compromiso serio de equilibrio presupuestario (déficit cero) y a un ambicioso plan de reformas para liberalizar la economía y bajar impuestos, permitiría reducir aún más su endeudamiento a medio plazo por la vía del crecimiento económico.
Sobre el papel no parece un plan excesivamente complicado –episodios pasados demuestran que es posible–, pero resulta inviable en la práctica. Atenas lo rechazaría, los sindicatos lo impedirían, los electores lo odiarían... Grecia puede pagar, lo que pasa es que no quiere y, por lo tanto, no lo hará.