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Juan Ramón Rallo

¿Por qué usamos el dinero?

Es el dinero, al final, lo que fuerza a los empresarios a competir para ponerse al servicio de los consumidores: si éstos no enajenan sus mercancías a cambio de dinero, se quedan atascados con ellas.

Es el dinero, al final, lo que fuerza a los empresarios a competir para ponerse al servicio de los consumidores: si éstos no enajenan sus mercancías a cambio de dinero, se quedan atascados con ellas.

Los economistas clásicos creyeron que el dinero sólo era un velo que ocultaba la realidad de los intercambios: en última instancia, las mercancías se intercambian por otras mercancías. ¿Qué papel fundamental desempeña entonces el dinero? Nada, apenas un convidado de piedra que sí, engrasa y facilita los intercambios frente al trueque, pero poco más.

Lo cierto, sin embargo, es que el dinero es un elemento esencial dentro de nuestro sistema económico. No sólo porque actúe como medio generalizado de intercambio –que también– sino porque desempeña otras dos funciones de tanta o mayor importancia: ser un depósito de valor y una unidad de cuenta.

Empecemos por lo básico: los seres humanos tenemos problemas para coordinarnos en órdenes sociales muy extensos. Por un lado, somos productores especializados y consumidores generalistas, lo que implica que, en ausencia de dinero, sólo podríamos realizar intercambios mutuamente beneficios con aquellas personas que tuvieran lo que nosotros queremos y, al mismo tiempo, quisieran lo que nosotros tenemos. Viviríamos merced al trueque y como nuestra área de conocimiento estaría muy limitada, apenas intercambiaríamos nada. ¿Acaso conozco yo las necesidades del chino que ha fabricado el ordenador con el que estoy escribiendo este artículo? Ni siquiera sé quién es; difícil, pues, que hubiésemos podido llegar a realizar algún intercambio que nos beneficiara a ambos.

Por otro, los seres humanos también deseamos trasladar parte del valor de nuestra producción presente al futuro. Nos gusta acaparar lo que no necesitamos ahora para poderlo emplear después. El problema es que, salvo algunos bienes muy básicos, no sabemos qué vamos a necesitar o desear en el futuro (y aparte, muchas de las cosas que podamos desear se estropean o pasan de moda con el tiempo). Tampoco, ni mucho menos, sabemos qué va a necesitar o desear en el futuro la persona que pueda proporcionarnos esos ignotos bienes que nosotros necesitaremos o desearemos con el paso de los meses. Entonces, entre tanto barullo y confusión, ¿cómo preparar hoy, a partir de nuestra producción actual, la satisfacción de nuestras necesidades futuras?

Una forma es utilizando el dinero como depósito de valor, es decir, atesorándolo. Yo vendo mi producción en el presente, obtengo dinero y me lo guardo debajo del colchón consciente de que en cualquier momento futuro podré echar mano de él para comprar lo que quiera... sea esto lo que sea. La otra forma sería tratando de anticipar las necesidades futuras de los consumidores: vendo mi mercancía presente a cambio de dinero e invierto ese dinero en producir bienes futuros que les venderé a los consumidores por más dinero (el famoso D-M-D’ de Marx) y con el cual ya podré comprar cualesquiera bienes que demande en ese momento.

Mucha gente considera que atesorar dinero es una estupidez individual (renunciamos a la rentabilidad de las inversiones) y un suicidio social (si la gente atesora dinero, no se gasta y la actividad económica se contrae). Es una excusa como cualquier otra para justificar que los Gobiernos generen inflación, "incentivando" el desatesoramiento de dinero. Otro día les hablaré sobre las diferencias entre atesorar el dinero e invertirlo y sobre por qué no podemos decir que una de las dos alternativas sea siempre superior a la otra. No es un tema baladí: los errores fundamentales de keynesianos y monetaristas nacen de no entender este punto básico.

Por último, en una economía de intercambio, donde cada persona produce para satisfacer las necesidades ajenas como paso previo a satisfacer las propias, debe de existir algún método para averiguar qué producciones son las más valiosas. Al cabo, las materias primas y trabajadores que yo utilizo para producir, por ejemplo, corbatas son materias primas y trabajadores que otro no podrá utilizar otra persona para producir, por ejemplo, maletines. ¿Qué les es más valioso a los consumidores? ¿Cómo comparar las manzanas-corbatas con las peras-trabajadores o con los melocotones-maletines? De nuevo, el dinero entra en acción: si reducimos todos los bienes y factores a un precio monetario que se haya determinado a través de intercambios voluntarios en el mercado, podremos calcular si los consumidores valoran más, en dinero, las corbatas que los maletines o que el resto de usos alternativos que se les podría haber dado a los trabajadores y a las materias primas. El dinero, pues, también sirve como común denominador y herramienta de cálculo para tomar decisiones empresariales.

Lejos de lo que parece transmitir la expresión clásica del "velo monetario", el dinero presta un servicio (o triple servicio) esencial e insustituible dentro de nuestras sociedades. Es el dinero, al final, lo que fuerza a los empresarios a competir para ponerse al servicio de los consumidores, lo que valida la soberanía del consumidor: si éstos no enajenan sus mercancías a cambio de dinero, se quedan atascados con ellas, lo que significa que no podrán acceder ni hoy ni mañana a las mercancías que hubiesen deseado adquirir. Por eso, Gobiernos y empresarios ineficientes llevan siglos atacando al dinero desde todos los frentes. Viva la inflación es muera el dinero y muera la división del trabajo.

Puede dirigir sus preguntas a contacto@juanramonrallo.com

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