Según Wikipedia, la justicia social "es un concepto que define la búsqueda de equilibrio entre partes desiguales, por medio de la creación de protecciones o desigualdades de signo contrario, a favor de los más débiles (...) Para graficar el concepto suele decirse que, mientras la justicia tradicional es ciega, la justicia social debe quitarse la venda para poder ver la realidad y compensar las desigualdades que en ella se producen".
Para poder juzgar si dicha justicia de verdad cumple con su objetivo, nosotros también deberemos quitarnos la venda de los ojos y observar la realidad que provocan las acciones llevadas a cabo en su nombre.
Cojamos por caso una historia real, similar a tantas otras que cualquier persona pueda conocer o haber vivido; nos encontramos en la España de 2001, tres compañeros de clase terminan su último curso de bachillerato y empiezan caminos distintos. Tenían notas parecidas, jugaban igual de mal al fútbol, intentaban ligar con las mismas chicas y sus padres eran del mismo nivel económico. No había, por tanto, ninguna razón para intervenir en sus vidas, ya que estaban igualadas de partida.
El primero de los amigos, llamado Juan, decidió empezar a trabajar en el sector de las tecnologías de la información, ya que le gustaban los ordenadores y consideraba absurdo estudiar la carrera de informática (atestada de gente por aquella época), siendo un sector con unos avances espectaculares donde se podía aprender sobre la marcha. Su decisión tuvo un coste alto, ya que después del pinchazo de la burbuja de las puntocom el trabajo no sobraba y se tuvo que conformar con puestos mal pagados donde se trabajaban muchas horas.
Durante un par de años no pasó de ser un mileurista que tenía que aguantar a jefes bastante incompetentes (contratados durante la burbuja) y compañeros que no sabían manejar un ratón. Pero se fue formando, sus conocimientos crecieron y parte de los pocos ahorros que tenía los destinaba a certificarse en las tecnologías que él pensó que tendrían mayor demanda en el futuro.
Su esfuerzo empezó a dar frutos y fue aumentando su sueldo según cambiaba de empresa. Seguía trabajando muchas horas, pero ya tenía un sueldo decente (disminuido por grandes impuestos) que le permitió comprar su primera vivienda. Corría el año 2004 y los precios eran bastantes altos, así que se tuvo que conformar con un piso de dos habitaciones en la periferia de Madrid.
Para poder hacer frente a los gastos del piso, trabajó aún más duro y siguió formándose, aumentando con ello su sueldo (y sus responsabilidades).
En la actualidad, Juan cobra cerca de 36.000 euros y es muy apreciado en su empresa (una multinacional puntera), le quedan apenas 10 años de hipoteca y tiene unos suculentos ahorros bien invertidos. Hay quien afirma que es un privilegiado y pide que le aumenten los impuestos por ello –"hay que arrimar el hombro", dicen–, pero a Juan nadie le ha regalado nada y en cambio él ha tenido que regalar muchas cosas. Haciendo cálculos, hasta ahora, casi cerca de 200.000 euros en impuestos de la renta, seguridad social e IVA, y escrituración del piso. Su patrimonio (con el actual precio de los pisos) no se acerca a esa cantidad.
En cambio, sí hay dos privilegiados en esta historia. Uno es Luis, otro de los amigos. Decidió estudiar Filología e Idiomas. Vivió en un piso de alquiler, subvencionado por la Comunidad de Madrid, muy cerca de la universidad pública, hasta que se fue a vivir a Alemania, hará tres años, con una beca de la Unión Europea. Desde hace dos años por fin trabaja, y tiene un no despreciable sueldo de 40.000 euros y ninguna intención de regresar a España para devolver en impuestos lo recibido en educación y alquiler durante sus años de estudiante.
El último personaje de esta historia es Óscar. Éste estudió Física durante seis años (también en la universidad pública), trabajó de administrativo durante dos, época en la que, gracias a su exiguo sueldo, consiguió un piso de protección oficial en un barrio nuevo de Madrid (por el mismo precio que le costó a Juan el suyo 30 Km. más lejos), y al que se fue a vivir con su novia, la cual cobraba tres veces más que él... Actualmente, está en el paro y cobra (o cobraba) un subsidio de 400 euros, mientras se saca otros 600 en dinero negro trabajando en la hostelería los fines de semana.
Con ocasión del décimo aniversario de su salida del instituto, los tres ex compañeros se volvieron a ver. Una vez que se habían puesto al día sobre sus respectivas vidas, pasó algo curioso: Luis y Óscar no sólo no agradecían a Juan su aportación de miles de euros en impuestos para financiar sus estudios y vivienda, sino que, muy al contrario, se asombraban sobre qué clase de país era España, donde dos licenciados como ellos no recibían un sueldo superior al de una persona que había abandonado los estudios a los 18 años. En el caso de Óscar, los lamentos eran mayores al constatar que un físico como él estaba en el paro, malviviendo con 400 míseros euros, mientras que a Juan nunca le había faltado trabajo en aquellos años. "No era socialmente justo –sentenciaron los dos–; el Gobierno debería hacer algo".
Por supuesto ese algo sería volver a intervenir en la vida de Juan para quitarle más dinero y dárselo a unos licenciados cuya licenciatura él había contribuido a pagar.
Recordemos que Juan no era más listo que sus compañeros, no era más guapo, no se le daban mejor los deportes ni su familia tenía más dinero. Simplemente escogió, cuando solo tenía 18 años, buscarse la vida por su cuenta. Ese fue su error, ya que la justicia social no es ciega, pero tiene una vista muy particular; es incapaz de ver a nadie que no se acerque a ella y le pida limosna rellenando impresos, esperando colas y demás trámites burocráticos. En cambio, ha desarrollado una visión sobrenatural a la hora de detectar a un contribuyente, hasta el punto de que sustrae el dinero a la mayoría sin que ésta pueda llegar a verlo.
Arbitrariedad social es su verdadero nombre, y seguirá sembrando injusticia y desigualdad mientras que a la mayoría de la sociedad le cieguen los privilegios, la ignorancia o ambas a la vez.