Dice un economista de Goldman Sachs que la reducción del gasto público de 60.000 millones propuesta por los republicanos en el Congreso puede costarle a Estados Unidos entre un 1,5% y un 2% del PIB. Estamos ante la vulgarización del keynesianismo más ramplón; ese keynesianismo que incluso llevó al propio Keynes al final de su vida a, como ya hiciera también su mellizo truhán Marx, negar que fuera keynesiano: el multiplicador de la inversión. A saber, que merced a la economía del cuento de la lechera, todo aumento del gasto público o de la inversión se traducirá en un incremento multiplicado del PIB.
No otra cosa puede llegar a deducirse del cálculo del de Goldman: si el gasto público mengua en 60.000 millones, la producción nacional lo hará en casi 300.000 millones. O lo que es idéntico, por cada dólar que crezca el gasto público, el PIB lo hará en cinco. Asequible le debería resultar a Obama, pues, llevarnos de regreso al Edén: bastaría con endeudarse sin freno para aumentar el gasto y, en consecuencia, disparar nuestros bienes y servicios hasta el infinito.
Poco importa que las materias primas, ante el recalentamiento insostenible de la demanda internacional, estén encareciéndose día a día hasta hacer desaparecer la rentabilidad de todos sus usuarios submarginales. Al parecer, o bien no necesitamos ni de nuevos petroleros, prospecciones o refinerías para obtener más petróleo (o, en su defecto, tampoco necesitamos de un cambio en las estructuras de consumo y producción energética) o bien asumimos que toda esta transición acaece de manera espontánea, sin necesidad de que medien ni el tiempo ni una enorme cantidad de recursos. Ya lo dijo Hayek, Keynes vivía en un mundo de la superabundancia, donde todos los recursos necesarios no sólo no eran escasos, sino que, sin motivo aparente, estaban subempleados.
Aunque, para ser rigurosos, la argucia matemática del multiplicador de la inversión no es de Keynes, sino de Richard Kahn. Al menos el inglés, como buen demagogo provocador, era consciente de la conveniencia de lanzar la piedra y ocultar rápidamente la mano. Nada más puede inferirse de estas líneas escritas por el propio Keynes en la Teoría General y que dejan en agua de borrajas buena parte de su obra: "Parece evidente que el multiplicador, aunque exceda la unidad, no será, en circunstancias normales, enormemente grande. Pues si así fuera, un pequeño cambio en la inversión engendraría un cambio acumulativo de grandes proporciones en el consumo, con los únicos límites del pleno empleo y del pleno desempleo".
Si una reducción de un dólar en el gasto privado da lugar a una reducción de un dólar en el PIB y un aumento de un dólar en el gasto público –sufragado con una reducción de un dólar presente o futuro en el gasto privado– da lugar, sólo, a un aumento de un dólar en el PIB, debería ser evidente que, en el mejor de los casos, el gasto público no estimula la economía, sino que sólo redistribuye los patrones de producción; esto es, el multiplicador del gasto sólo sirve para multiplicar el tamaño del Estado. Algo que dentro de la cosmología y del programa ideológico keynesiano tenía su sentido, pero que en el mundo real obviamente no lo tiene. No estaría de más que los economistas de Goldman Sachs fueran conscientes de ello, que luego no ven venir las depresiones económicas y ha de venir papá Estado con un fajo de billetes a rescatarlos.