Aunque me esté desviando un poco del iter que me había impuesto para explicar los beneficios de la inversión bursátil, aprovecho para dar réplica a otras objeciones que se han planteado en torno a mi último artículo.
Básicamente, se afirma que promediar a la baja puede ser una estrategia suicida si nos olvidamos del precio y del valor subyacente de la acción o índice que estamos adquiriendo. Estoy de acuerdo; de hecho, seguir comprando acciones de una compañía que se está derrumbando –Terra, Astroc, Pets.com...– puede ser el camino para quedarnos descamisados.
Ahora bien, de momento no he hablado todavía acerca del método para invertir en acciones concretas. Mis recomendaciones, para el pequeño ahorrador que desconoce los avatares del mercado bursátil y que tampoco tiene ganas de aprenderlos, es que invierta en un índice de manera periódica para aprovechar los períodos en el que las acciones están "caras" pero también los períodos en los que están "baratas" (bueno, aclaro, tengo una recomendación mejor: invertir en fondos con filosofía value investing, pero esto lo dejo para otra ocasión).
Es decir, y para que quede claro, si un inversor no sabe cómo valorar empresas, no debe jamás invertir en acciones concretas, pues comprar acciones es a largo plazo invertir en empresas. Entiéndanse mis consejos referidos única y exclusivamente a la inversión en el mercado bursátil en general; cuya rentabilidad media descontada la inflación durante los últimos dos siglos ha sido del 7% anual. Y no por cuestiones del azar, sino porque los índices bursátiles constituyen una selección de las empresas punteras de una economía, de modo que es razonable esperar que éstas crezcan sostenidamente por encima de lo que hace la economía –en especial si tenemos en cuenta que la composición de esos índices va cambiando para sacar a los ángeles caídos tipo General Motors o Citigroup e incorporar a las nuevas promesas– y es razonable pensar que, gracias al ingenio empresarial desarrollado en medio de un sistema capitalista, las economías seguirán creciendo.
De modo que podemos estar también razonablemente confiados en que las bolsas, a largo plazo, seguirán creando valor para el accionista (ya sea vía dividendos o vía revalorización de las acciones). En tal caso, y para períodos dilatados de tiempo, la preocupación por los precios de los índices puede quedar en un segundo plano. Quiero decir: obviamente cuanto mejor queramos invertir en bolsa más factores debemos considerar –y entre ellos, de manera especial, el precio que pagamos–, por lo que, si de maximizar rendimientos se trata, habría que evitar entrar en bolsa en momentos en que se encuentra muy cara. Pero no creo que esa prudencia, que todo inversor experimentado debería cultivar, sea motivo suficiente para que la gente corriente que, como digo, ni sabe ni quiere saber cuándo la bolsa está cara o barata, no pueda cosechar una parte significativa de sus beneficios.
En otro artículo ya ofrecí algún indicador para detectar si, en general, el mercado de valores estaba inflado: el PER bursátil (hay otros, pero ése es bastante fiable). Sólo invirtiendo durante muy largos períodos de tiempo en una bolsa con un PER estructuralmente inflado (por encima de 20) es posible perder dinero en bolsa o, al menos, no ganarlo. Pero los casos de bolsas con un PER inflado durante décadas son muy raros (en el índice general de EEUU no se ha dado en dos siglos), así que no debería ser un temor que, de nuevo, llevara al pequeño ahorrador a guardar su dinero debajo del colchón.
Se cita en los comentarios el caso del Nasdaq estadounidense, índice de nefasta fama que fue receptor de la "exuberancia irracional" de la burbuja de las puntocom. Para que nos hagamos una idea: en 1998 el Nasdaq superó los 5.000 puntos y desde entonces ha sido incapaz de alcanzar los 3.000. ¿Habría invertido un ahorrador experimentado y preocupado por el precio en este índice en los últimos 20 años? Dado que durante la mayor parte del tiempo su PER ha estado por encima de 20 –en 1998 llegó a 68–, no lo habría hecho. Ahora bien, fijémonos en si es potente la inversión en el mercado de valores que, aun en el supuesto de haber descuidado el PER bursátil invirtiendo durante los últimos 20 años en el Nasdaq, habríamos logrado una rentabilidad real (descontando inflación) del 2,3% anual... y eso sin tener en cuenta los dividendos (lo siento pero no he podido encontrar datos de la rentabilidad media anual por dividendo en el Nasdaq para los últimos 20 años).
Por ponerle cifras: habiendo invertido 200 dólares mensuales desde febrero de 1991 a febrero de 2011, nuestro patrimonio ascendería a 101.000 dólares: esto es, habríamos invertido 48.000 dólares y la bolsa nos habría regalado 53.000. Esto, claro, sin tener en cuenta la inflación; descontándola, el rendimiento es notablemente inferior (2,3% anual): invirtiendo 48.000, sólo tendríamos 62.000 con un poder adquisitivo equivalente al de 1991.
No es mucho pero recordemos: no estamos teniendo en cuenta los dividendos y, de haber guardado el dinero debajo del colchón, sólo nos quedarían 37.500 dólares con un poder adquisitivo equivalente. Por tanto, tenga una sana confianza en nuestras economías capitalistas y si tiene unos 30 años por delante, invierta regularmente en índices bursátiles (o espere a un próximo artículo e invierta en fondos con perspectiva value investing).
PD: También se me ha recriminado con respecto a mi anterior artículo que no tuviera en cuenta la rentabilidad que habría obtenido el inversor de haber colocado sus ahorros en oro. En el caso que presento en esta columna, quien hubiese destinado 200 dólares al mes a comprar oro desde febrero de 1991 tendría hoy un patrimonio nominal de más de 160.000 dólares, lo que equivale a unos 100.000 con poder adquisitivo equivalente al de 1991. Es decir, la onza de oro ha batido al Nasdaq –aunque no hemos considerado los dividendos del índice, repito– en las últimas dos décadas.
En mi descargo: no soy sospechoso de ser ni mucho menos aurofóbico, pero la compra de oro, a diferencia de la bolsa, no es una inversión en la que pueda ganar todo el mundo. Es una carrera por acaparar el activo que, de no haber intervenido con saña los gobiernos y bancos centrales en el sistema financiero, sería hoy el dinero natural de todo el mundo. En el límite, si todos compráramos oro y lo atesoráramos, su precio se dispararía a alrededor de 60.000 dólares la onza, y los últimos en adquirir el metal amarillo apenas ganarían nada. A partir de ese momento, de hecho, no cabría esperar ninguna rentabilidad adicional por su revalorización, pues atesorar oro no genera riqueza en forma de bienes y servicios. Así pues, permítanme que me concentre en inversiones productivas en las que todo el mundo puede participar en lugar de focalizarme en reservas de valor.