Juan Luis Cebrián escribió en El País un artículo con cuatro interesantes desaciertos.
Primero: "la suposición de que el mercado se autorregula por sí mismo, a partir de la cual se han derivado los males que hoy padecemos". Esto supone que las finanzas han sido privatizadas y administradas por empresas libres en el mercado, lo que obviamente no ha sucedido.
Segundo: "el proceso de desregulación impulsado por los neoliberales potenció los excesos de la economía financiera". La desregulación fue, en primer lugar, extraordinariamente limitada dentro de unos sistemas que mantuvieron siempre su carácter público y su regulación pública; en segundo lugar, si hubo en algunos mercados específicos algunas desregulaciones, en otros hubo muchas más regulaciones, y aquéllas no fueron impulsadas por los neoliberales sino por prácticamente todo el mundo.
Tercero: "tras los desastres generados como consecuencia dejar la economía únicamente en manos del laissez-faire". Considerando que en todos estos años los Estados nunca dejaron de pesar menos que el 40 % del PIB, y las regulaciones, los controles, las multas y las prohibiciones arreciaron en todos los países, si a eso llama el señor Cebrián dejar la economía únicamente en manos del laissez-faire, cabe preguntarse qué será para él una economía ligeramente intervenida.
Y cuarto: "no es verdad que los mercados tiendan al equilibrio por sí mismos; sólo lo harán si están debidamente regulados y si hay una autoridad competente, legítima y reconocida, capaz de hacer cumplir las normas. Y en un mercado global, esa autoridad tiene que ser global también". El equilibrio de los mercados es una teoría, con muchos defectos, que no tiene nada que ver con la necesidad de la libertad, que rige independientemente de perfecciones analíticas. Los mercados, como la gente libre que son su sinónimo, no necesitan regulaciones sino leyes que impidan lo que habitualmente impiden entre las personas: el fraude y la violencia. Esto lo pueden hacer las leyes, salvo cuando la violencia y el engaño son protagonizados por las autoridades, justamente aquellas en las que Cebrián confía, y sobre las que elabora un silogismo falaz, porque si una señora en China quiere libremente vender algo a otra señora en Bolivia, que también compra con libertad, ¿por qué concluir que esa transacción reclama un Ministerio de Comercio Mundial?