Cuando los economistas discuten sobre si la deflación es buena o destructiva, generalmente, como el tonto que prefiere fijarse en el dedo antes que en la luna, concentran su atención en lo irrelevante y descuidan lo fundamental. Así, la tragedia, lo que puede devastar a una economía, no está en que el IPC –el pollo, la lechuga o los tratamientos cosméticos– caigan un 2% ó 3% al año, sino que algunos precios muy sensibles, como los de la vivienda, hayan de desplomarse un 30% o un 40%. Al cabo, que los tomates se abaraten un 2% será consecuencia de una muy buena cosecha o de una contracción crediticia provocada por el desmoronamiento de ciertos activos como los inmuebles.
Yendo, pues, a lo categórico en lugar de a lo anecdótico, lo que ha matado a la economía española ha sido una descomunal burbuja del ladrillo que lleva tres años sin terminar de pinchar. Los habrá que consideren que si la causa de la muerte es el pinchazo, la manera de resucitar habrá de ser reinflar la burbuja. De tal modo, pensarán que la tarea de nuestro Banco Central Europeo es expandir lo suficiente el crédito para que los promotores no quiebren y para que los ciudadanos continúen endeudándose a 50 años con objeto de adquirir una casa en propiedad. Así, razonan, los activos de los bancos no se depreciarán, dejarán de estar quebrados y podremos volver a crecer.
Se trata, en definitiva, de una aplicación del pensamiento mágico a la economía. A la postre, es bien sabido por experiencia histórica que cuando una burbuja pincha es muy difícil, si acaso imposible, reinflarla. Que se lo pregunten a Terra y cuantas puntocom se dieron de bruces con el suelo de la realidad. O que se lo pregunten ahora al inflacionista Bernanke, que pese a sus billonarios Quantitative Easings no ha logrado evitar que el precio de la vivienda estadounidense se haya desplomado un 30% o que el crédito hipotecario continúe cayendo desde 2007.
Pero además, existe un motivo más de fondo por el que, aun pudiendo, no convendría reinflar las burbujas. El valor de un activo, como la vivienda, es igual al valor presente de todos los bienes o servicios que ese activo producirá en el futuro. Las burbujas, de hecho, surgen cuando el valor de mercado de los activos se sitúa muy por encima del valor de los bienes y servicios que producirá. ¿Para qué alguien querría pagar por un activo que sólo produce bienes y servicios más de lo que le costarían todos los bienes y servicios que producirá? Sólo porque tenga la esperanza de poder colocarle el muerto a otro; es decir, sólo porque exista una burbuja.
Nadie en su sano juicio negará, por tanto, que en 2007 los inmuebles españoles padecían una colosal burbuja. En aquel momento, para comprar una vivienda teníamos que adelantar 33 años de alquiler; es decir, los compradores estaban dispuestos a pagar de golpe lo que les costarían 33 años de alquiler. De haber colocado semejante monto de dinero en un depósito bancario (ya no le digo en el mercado bursátil), habrían obtenido una rentabilidad que les hubiese permitido pagar el alquiler y además ganar dinero; o en caso de que, como era frecuente, se endeudaran a tipos de interés anuales medios del 4% para poder captar ese capital, estaban pagando cada año más en intereses de lo que les costaba un alquiler similar. Ergo, así no íbamos a ningún lado, salvo, acaso, al de deformar nuestra estructura productiva de tan grotesca guisa como para construir 800.000 viviendas anuales, más que Alemania, Reino Unido y Francia juntos.
Que la burbuja tenía que pinchar era palmario, pues no puede mantenerse un precio de la vivienda en propiedad artificialmente elevado con respecto a su muy cercano sustitutivo la vivienda de alquiler. La cuestión es con qué cara algunos quieren ahora reinflarla. A día de hoy, merced a la generosa recapitalización de las cajas por parte del Estado y la también generosa refinanciación de las mismas por parte del Banco Central Europeo, los españoles todavía tenemos que adelantar más de 25 años de alquiler para comprar un piso; lejos de los 19,5 que como media histórica hemos abonado y aun más lejos de los 15 que, por comparación con otros activos como el bursátil, sería prudente pagar.
En general, por consiguiente, el precio de la vivienda todavía tiene que caer, al menos un 25%... a menos que los alquileres suban otro tanto. Y mal haríamos en pensar que lo mejor que podría pasarnos es que ese ajuste no se produzca; pues del mismo modo en que los aumentos artificiales de precios del ladrillo concentraron los factores productivos en actividades insostenibles –hipertrofia de inmobiliarias, de constructoras, de cementeras, de productoras y distribuidoras de muebles...–, las resistencias artificiales al ajuste impiden que se recoloquen allí donde debieran. No sólo, que también, porque a ver qué productor quiere ponerse a construir ahora nuevos pisos hasta que el stock existente no haya sido absorbido y hasta que los precios no hayan dejado de caer, sino porque multitud de proyectos que podrían ser rentables con unas viviendas un 25% o un 50% más baratas, no llegan siquiera a plantearse ante los inflados precios actuales.
La solución al entuerto, lo siento, no es que nos hagamos trampas al solitario falsificando el auténtico valor de los activos, creyendo que es sostenible y razonable que continuemos adelantando entre 25 y 30 años de alquiler para adquirir una vivienda. Asumamos la pérdida y tratemos de recolocarlos allí donde son más valiosos; millón y medio de inmuebles vacíos y artificialmente caros no generan riqueza, millón y medio de almacenes, laboratorios, locales comerciales, oficinas y viviendas, sí. Es decir, señores Zapatero y Trichet, dejen de hacerles transfusiones a las cajas. Sólo así cortarán la refinanciación a los promotores y estos, por concurso voluntario o involuntario, procederán a liquidar sus centenares de miles de pisos vacíos. Ya hemos perdido tres años, no perdamos otros tres.