"El poder es la impotencia", sentenció en cierta ocasión De Gaulle. En Francia, quizá, no lo dudo. Pero, a este lado de los Pirineos, resulta ser algo mucho más humillante aún; es Gulliver capturado, maniatado e inmovilizado, reo de los vociferantes pigmeos de Liliput y Blefuscu, prestos siempre a obedecer a sus insaciables reyezuelos pedáneos. Mientras la prensa tiene entretenido al personal con la bobadita del pinganillo, así lo acaba de reconocer un Carlos Ocaña, secretario de Estado de Hacienda por más señas. Y hombre lacónico, al punto de que apenas ha necesitado recurrir a cuatro palabras, solo cuatro, con tal de verbalizar su definitiva inopia a propósito de la deuda autonómica.
He ahí, elocuente, la apostilla que siguió al anuncio de que piensa frenar el endeudamiento de la Generalidad si ha superado el déficit autorizado. "Como parece el caso", añadiría acto seguido en muy demoledora confesión de ignorancia. Pues ocurre que lo que queda del Estado no tiene ni la más remota idea de cuánto deben las diecisiete islas griegas que lo integran. Solo en Cataluña, se acaba de descubrir un ocultamiento doloso de 2.300 millones de euros en las cuentas del Gran Capitán Montilla. Por cierto, delito tipificado, el de falsedad contable y documental, merced al que ya estarían en la cárcel a estas horas Castells y el propio Montilla, de haber administrado una sociedad mercantil.
Por lo demás, igual parece el caso que los taimados mercados también han sido engañados como chinos por los enanitos manirrotos. A fin de cuentas, si en el papel mojado de las estadísticas oficiales Cataluña todavía luce entre las comunidades formales, serias y cumplidoras, ¿qué razón hay para fiarse de las cuentas de las otras dieciséis? Es sabido, un Estado se diferencia de la Banda del Empastre en que dispone de anticuerpos institucionales que le permiten resistir asaltos tanto internos como externos. Desde las salas ordinarias de justicia al Tribunal Constitucional, y desde la Intervención General al Tribunal de Cuentas del Reino. Aunque, tal como advierte el imprescindible Alejandro Nieto en La organización del desgobierno, todo eso requiere de una cultura política madura, una estructura estatal vertebrada y algo parecido a la honestidad en los usos sociales dominantes. Como no parece el caso, huelga decir.