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Emilio J. González

Nadie se baja del coche oficial

El Gobierno no cuenta con mecanismos para poder embridar a las autonomías, entre otras cosas porque fue el propio ZP el que se cargó la ley de estabilidad presupuestaria con el fin de que las autonomías pudieran campar tranquilamente por sus respetos.

Estos días varias comunidades autónomas andan pergeñando planes de ajuste presupuestario, dado que ya les resulta imposible seguir tirando el dinero a manos llenas, como han venido haciendo en los últimos años. Los dos casos más significativos son los de Cataluña y Castilla-La Mancha. Lo que está sucediendo con ambas regiones es uno de los ejemplos más claros acerca de la necesidad de acometer una reforma tan drástica como profunda del modelo de Estado.

El nuevo Gobierno de la Generalitat se ha encontrado con que el tripartito ha dejado en las cuentas públicas catalanas un agujero considerablemente superior al que había reconocido el Ejecutivo de Montilla. La idea inicial del Gabinete presidido por Artur Mas ha sido la de llevar a cabo un plan de saneamiento con dos pilares principales. Por un lado, quiere más ingresos impositivos, para lo cual insiste una y otra vez en que se aplique a esta autonomía un sistema de concierto como el que disfrutan el País Vasco y Navarra en función del reconocimiento de los derechos forales que efectúa la Constitución a ambas regiones, y nada más que a ambas regiones. Básicamente, de lo que se trata es de que el Estado dé todavía más dinero a la Generalitat. El segundo pilar es la emisión de más deuda pública, lo cual ha prohibido drásticamente el Ministerio de Economía, para ir tirando mientras mejora la situación económica. ¿Qué es lo que hay de fondo? Pues ni más ni menos que el nuevo Gobierno catalán quiere seguir dilapidando el dinero, cuando Cataluña ya es, con diferencia, la comunidad autónoma con mayor gasto público por persona de España.

Por su parte, la Junta de Castilla-La Mancha, a la que el mundo se le ha venido encima con la quiebra de Caja Castilla-La Mancha porque ya no puede utilizar a la entidad crediticia para seguir financiándose, quiere recortar este año 770 millones de euros de gasto, para lo cual habla de suprimir el papel en la Administración regional y cosas por el estilo.

¿Qué tienen en común ambos casos? Fundamentalmente, tres cosas. En primer lugar, aquí nadie habla de acabar con todos esos derroches en forma de coches oficiales, visas oro y demás gastos suntuarios que caracterizan a nuestra Administración Pública, por no mencionar esa legión de asesores de todo tipo que parasita los presupuestos. Cualquier cosa antes que bajarse del coche oficial, de dejar de tirar de tarjeta de crédito oficial para financiar gastos harto dudosos, de acabar con las colocaciones con buenos sueldos de los parientes, amigos y correligionarios y de poner fin al clientelismo político a base de ayudas, subvenciones y prebendas de todo tipo. Aquí nadie que viva o dependa de la Administración quiere renunciar a su tren de vida, aunque sea un lujo que un país nunca se puede permitir, y mucho menos el nuestro en las circunstancias actuales de crisis fiscal. Sin embargo, cualquier ajuste presupuestario que se precie debe empezar por poner coto a estos derroches innecesarios de ingentes cantidades de recursos públicos, como ya empezó a hacer desde hace algún tiempo la Comunidad de Madrid. La Administración está para servir al ciudadano, no para que quien la gestiona se sirva de ella para vivir como un sátrapa y consolidar su poder político a costa del bolsillo de los contribuyentes.

El segundo denominador común es no querer aceptar que la realidad presupuestaria de nuestro país ha cambiado de forma drástica y no va a volver a ser lo que era. Durante años, las autonomías se han beneficiado de las ingentes cantidades de recursos, en forma de impuestos vinculados con la vivienda, que les ha aportado la burbuja inmobiliaria. En vez de reducir la presión fiscal que sufren los ciudadanos, todas las autonomías, con la excepción de Madrid, han optado por utilizar esos dineros para ampliar más y más sus gastos en cosas y en políticas que ni se necesitan ni nadie había demandado. Lo lógico sería que ahora, desaparecidos esos ingresos para siempre, esos gastos a que dieron lugar pasaran también a mejor vida. Sin embargo, prácticamente ninguna región está por la labor de ajustar verdaderamente su política presupuestaria a esta nueva realidad, no porque este año haya elecciones autonómicas sino, simplemente, porque casi nadie quiere ver reducido en un ápice el tremendo poder que proporciona el manejo de ingentes cantidades de dinero público.

Por último, aquí todo el mundo quiere seguir gastando alegremente, pero a ninguna autonomía se le ocurre subir los impuestos para financiar esos gastos innecesarios, que es lo que deberían hacer si quieren seguir por esa línea, porque nadie quiere asumir los costes políticos de una decisión que irritaría profundamente a los votantes de la comunidad que la tomara. Por el contrario, desde las administraciones regionales se sigue presionando al Estado para que transfiera más y más recursos sin entender que ni el Gobierno central tiene ya margen para ello, que no pueden seguir derrochando el dinero como hasta ahora y que los problemas económicos de nuestro país no son sólo competencia del Estado, sino también, y sobre todo tratándose de presupuestos, de las propias comunidades autónomas.

Ahora Zapatero dice que las va a meter en cintura y las va a obligar a reducir su déficit. Personalmente, y con el historial del personaje, todavía tengo que verlo para creerlo. Pero es que, además, el Gobierno central no cuenta con mecanismos para poder embridar a las autonomías, entre otras cosas porque fue el propio ZP el que se cargó la ley de estabilidad presupuestaria con el fin de que las autonomías pudieran campar tranquilamente por sus respetos en este terreno, dentro de ese modelo de desconstrucción del Estado que el presidente del Gobierno se ha afanado en aplicar con denuedo. Pues bien, ahora que del modelo de Estado apenas quedan ya los cimientos, es hora de cambiarlo, entre otras cosas para devolver a la Administración central competencias, poderes y dineros que nunca debió perder ni transferir.

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