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Juan Ramón Rallo

La bolsa y el patrón oro

No es la expansión crediticia lo que mueve el mercado bursátil a largo plazo, sino la fuerza que hay detrás de todo el desarrollo de las economías capitalistas: el ahorro dirigido hacia inversiones empresarialmente inteligentes.

Me inquiere un lector en mi último artículo que resulta inconsistente defender las pensiones privadas de capitalización y al tiempo el patrón oro. La lógica reza del siguiente modo: la bolsa sólo ha subido en los últimos tiempos debido a la expansión crediticia perpetrada por la Reserva Federal, por tanto si limitáramos esa expansión crediticia merced al oro, el precio de las acciones no podría subir. Es más, apostilla mi comentarista, la bolsa es un juego de suma cero: nada le garantiza al ingenuo inversor que no se encontrará del lado de los perdedores.

Admito que el razonamiento de que el precio de las acciones no puede aumentar si congelamos la cantidad de dinero en una economía resulta bastante intuitivo: si nuestros medios de pago no aumentan, es imposible que las cotizaciones bursátiles se revaloricen. Es un debate interesante pero demasiado amplio y complejo como para que entre en él en una columna. Baste indicar a este respecto que la inmensa mayoría de las transacciones en bolsa no se pagan con dinero, sino mediante nuestro saldo acreedor contra un bróker; dicho de otro modo, si el precio de nuestras acciones aumenta, nuestra capacidad para comprar otras acciones también aumenta: por lo general, y salvo que metamos nuevo dinero en la bolsa, no adquirimos las acciones con dinero sino con las resultas de la venta de otras acciones (rotamos la cartera). Cuestión distinta, eso sí, es que todo el mundo quisiera vender al mismo tiempo sus acciones, en cuyo caso asistiríamos a una masiva liquidación de títulos y a un hundimiento de las cotizaciones bursátiles, tal como sucedió en 2008 y comienzos de 2009.

Pero para defender la capitalización bursátil como el mejor medio para amasar un amplio patrimonio y alcanzar la independencia financiera no es necesario que el precio de las acciones aumente de continuo. El rendimiento de una acción proviene de dos fuentes: su revalorización y sus dividendos. Podemos asumir que la primera no puede darse con el patrón oro, pero desde luego sí podrá tener lugar la segunda.

Basta acudir a los datos históricos. Según recoge Jeremy Siegel en Stocks for the Long Run (Acciones para el largo plazo), entre 1802 y 1870, en pleno patrón oro (y plata), sin la malvada Reserva Federal haciendo de las suyas y con una envidiable estabilidad de precios, las acciones apenas se revalorizaron una media del 0,1% anual... pero al tiempo el rendimiento medio anual por dividendo alcanzó el 6,4%. Por ponerle números: 100 dólares invertidos en 1802 serían 7.270 dólares en 1870, y todo ello conservando el poder adquisitivo.

Lo curioso es que el mercado bursátil estadounidense ha ofrecido un rendimiento total muy similar durante todos los años siguientes: entre 1871 y 1925 la revaloración media anual (descontando la inflación) fue del 1,3% y la rentabilidad por dividendos del 5,2% y entre 1926 y 2006 la revalorización fue del 2,7% y la rentabilidad por dividendos del 4%. Así pues, la bolsa estadounidense ha proporcionado un rendimiento medio anual después de inflación de aproximadamente el 6,6% entre 1802 y 2006. O dicho de otro modo, 100 dólares invertidos en 1802 se habrían transformado en 46 millones en 2006 (corregidos por inflación, esto es, 46 millones de dólares de 1802) o en más de 1.000 millones (si no los corregimos por inflación).

Pero, ¿cómo es posible que cobrando dividendos y reinvirtiéndolos en bolsa amasemos un patrimonio si la cantidad de dinero no aumenta? Pongámonos en el caso más extremo de una economía con la cantidad de dinero congelada por completo (esquema que, por cierto, no defiendo): en tal caso, conforme la economía fuera volviéndose más productiva, los precios de todos los bienes irían reduciéndose. Las compañías ingresarían menos –sus productos cada vez se venderían más baratos– pero asimismo verían reducir sus costes –las materias primas, los salarios o los bienes de capital que necesitan para producir también se abaratarían–. Dicho otro modo, aun cuando los beneficios, los sueldos y otras rentas se redujeran, su poder adquisitivo se incrementaría (podrían comprar más bienes que antes). Por tanto, el precio de las acciones podría incluso llegar a reducirse año a año, pero los dividendos que abonarían las compañías sobradamente excederían la minusvalía y permitirían componer un rendimiento anual cercano a la media histórica del 6,6% real.

Si los árboles monetarios no nos permiten ver el bosque económico, basta con plantearnos qué sucedería si cada año invirtiéramos un 10% de nuestra renta en producir o adquirir bienes de capital que producen bienes de consumo. Parece claro que conforme acumuláramos más y más bienes de capital –conforme amasáramos un patrimonio mayor– nuestra renta futura –en forma de bienes de consumo– crecería exponencialmente (sobre todo si reinvirtiéramos parte de los bienes de consumo producidos en fabricar nuevos bienes de capital). Lo cual, por cierto, no sucedería si ese 10% de la renta que ahorramos la guardáramos debajo del colchón de cara a la jubilación.

No es, pues, la expansión crediticia de la Reserva Federal lo que mueve los fundamentos del mercado bursátil a largo plazo, sino la fuerza que hay detrás de todo el desarrollo de las economías capitalistas: el ahorro dirigido hacia inversiones empresarialmente inteligentes. Y otro día, si les parece, hablamos del riesgo de invertir en bolsa y de si las ganancias de Fulanito se compensan con las pérdidas de Menganito.

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