Cuando la crisis económica llegó a España, la gente tenía la esperanza de que fuera breve. Los españoles eran conscientes de que la crisis sería dura, de que el paro llegaría al 20%, pero existía una sensación generalizada de que se saldría en uno o dos años. De que al final del túnel parecía brillar, aunque tenue, una luz, una salida de esta pesadilla. De eso hace ya algún tiempo, porque la realidad ha desmantelado ese punto de vista del imaginario colectivo. Es como si, tras los problemas con la deuda pública, los recortes sociales y las subidas de impuestos, esa luz se hubiera apagado. La crisis ahora es una silenciosa travesía en la más absoluta oscuridad. El español de a pie empieza a sospechar que esto se puede convertir en una gran depresión de las que duran una década. La mayor preocupación ya no es la situación actual, sino la que dejaremos a nuestros hijos.
Al final, la duración de la crisis dependerá de lo que seamos capaces de exigirles a nuestros gobernantes. La burbuja previa, que fue cuando la estructura productiva se distorsionó y el problema se fraguó, fue lo suficientemente grande como para que no sea descartable una larga depresión. Que sea así o no dependerá de la capacidad que tenga la economía para reestructurarse con rapidez. Para ello hay que cumplir tres cosas. La primera es que las empresas y las familias tengan el máximo de dinero disponible para poder afrontar sus deudas y liquidaciones lo mejor posible. La segunda que la legislación económica sea lo más flexible posible que permita adaptarse rápido. Y la tercera que las autoridades no se empeñen en seguir hinchando la burbuja como si así pudiera resolverse el problema.
Si atendemos a estos tres puntos las perspectivas de España, como las de todo Occidente, aunque podrían ser peores, sí son preocupantes. En primer lugar se está retirando el dinero de las manos de empresas y particulares mediante subidas de impuestos y aumentos de deuda pública, que canalizan el poco ahorro disponible a manos del Gobierno. En segundo lugar, aunque se ha hecho algún intento de flexibilizar la regulación laboral, al final se ha quedado en nada, y seguimos con el mismo marco rígido de siempre. Y por último las autoridades se han empeñado en actuar como si no hubiera habido burbuja, orientando su política a inyectar aire a un balón pichado: el Gobierno aumentando el gasto público, que sigue alimentando a una estructura productiva que nunca será capaz de sobrevivir por sí misma; y los bancos centrales, con su política de bajos tipos de interés e inyecciones monetarias, empeoran el problema posponiendo la reestructuración. Es lo mismo que hizo Japón cuando se metió en su propia depresión, y de la que aún no ha salido.
Podría ser peor, decía, porque al menos hemos capeado las tentaciones proteccionistas mejor de lo que era de esperar. Si los políticos se dedicaran a fijar precios o a restringir el comercio como se hizo en los años 30, sin duda hubiéramos entrado de lleno en una depresión como la de entonces. La conclusión, después de todo, es que la crisis será larga, pero que estamos en condiciones de acortarla. Lo conseguiremos si exigimos a las autoridades que bajen impuestos y recorten el gasto público, que flexibilicen la legislación, y que dejen de alimentar la burbuja con la política fiscal y monetaria. Lo que la economía necesita es una terapia de choque que en todo caso será dolorosa. Pero la alternativa es una larga depresión económica. Todavía estamos a tiempo de evitarla.