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Juan Velarde

Una crisis singular

Una crisis de esas características exigía un tratamiento extraordinariamente delicado. A lo largo de los más de tres años transcurridos es evidente que no ha sido precisamente así.

La fuerte crisis que padece actualmente la economía española tiene unas características especiales que le diferencian de otras que se han padecido aquí. En primer lugar porque habíamos conseguido situarnos en el grupo mundial de los países más desarrollados, algo nunca alcanzado desde el inicio de la Revolución Industrial. Habíamos pasado a tener en 2007 un PIB por habitante en paridad de poder de compra (PIB pc PPC) que era el 97% de la Eurozona; el 94% del japonés; el 92% del alemán; el 97% del francés; el 104% del italiano; el 139% del portugués; el 89% del británico y el 132% del checo. Según el Banco Mundial, el total del PNB español, también en paridad de poder de compra, supuso el 108% del canadiense. Todas las crisis anteriores, incluso la que nos había sacudido a comienzos de los años noventa, golpeaba a un país bastante más alejado que en 2007 de estos mismos países. España en 1994 tenía el 80% del PIB pc PPC de la Eurozona; el 70% del japonés; el 70% del alemán, el 78% del francés; el 76% del italiano; el 122% del portugués; el 81% del británico y el 129% del checo.

Eran las españolas crisis que, al golpear a un país poco opulento, tenían consecuencias mucho menos significativas que la actual para el conjunto de las economías más ricas europeas e incluso del mundo. Basta señalar también que en 1991, todo el PIB español a precios de mercado PPC era el 9% del norteamericano, también el 9% del conjunto de la Eurozona y el 22% del japonés, mientras que en 2007 era el 11% del norteamericano, el 13% de la Eurozona, y el 33% del japonés. Como, adicionalmente en 2007, y aun más en los años siguientes, España se había convertido en una gran deudora, su crisis podía, pues, repercutir con fuerza, no ya en el conjunto del área del euro, sino, en cascada, en fuerzas importantes de la economía mundial. Es más; como parte que es, desde su fundación, de la Eurozona, esa potencia económica española ya muy grande motiva, forzosamente, que puede repercutir con tal ímpetu en el euro, que se la considera, de modo creciente, capaz de hacer posible, con sus terribles consecuencias, la liquidación de esta área monetaria. Simultáneamente, su gran peso económico convierte prácticamente en inalcanzable algo parecido al rescate hecho a Grecia, Irlanda y, seguramente, a Portugal, a más de los casos de Hungría y países bálticos. No hay rescate español posible, pero tampoco es imaginable dejar a su economía que se hunda. En resumen: hemos pasado a tener una crisis que no sólo preocupa a los compatriotas, como antes ocurría, sino a los demás. ¿Qué sucedería, con un hundimiento del euro a consecuencia de España, por sus automáticas repercusiones en el dólar, el yuan y el yen? Escalofría pensar en ello. Jamás eso había sucedido con ninguna crisis económica española.

Ese endeudamiento básico español se debía a que se había construido una economía muy poco competitiva. El formidable avance del porcentaje del sector servicios en el PIB –superior al 60% en 1999, y al 67% en 2009–, salvo en los subsectores relacionados con el turismo, sirvió de poco para mejorar la competitividad. Incluso, a través de un modelo input-output se observa que su progreso arrastra un incremento en las importaciones. Estos porcentajes jamás se habían conocido. En 1975, el sector servicios suponía un 52% del PIB y en 1959 un 41%. Añádase lo que supone la industria de la construcción. En 1999 significaba el 7% del PIB; en 2007, en el 11% e incluso en 2009 seguía siendo el 10% del PIB. También éste es un sector que en escasísima medida es capaz de eliminar el alto déficit español por cuenta corriente. A esto, que es de por sí muy importante, hay que añadir que la inversión directa española (IDE), en el exterior es más alta que la inversión directa extranjera en España. Eso obligó, para que el proceso del incremento del PIB pudiera continuar, a un fuerte endeudamiento a corto plazo. Cuando se decidió, para remediar por la vía del lado de la demanda la crisis surgida en 2007, provocar un fortísimo déficit del sector público, la magnitud del endeudamiento global de la economía española creció a límites amenazadores. La salida obligada, tanto por la vía de la subida fuerte de los tipos de interés, a causa de que un exceso de oferta de los bonos españoles creados por ese déficit la genera automáticamente, como por la restricción del gasto público, crea un ciclo depresivo adicional. La generación de esta desconfianza provocada, porque no se atisban medidas para mejorar la competitividad, impulsa hacia arriba a los tipos de interés, y es una segunda característica de esta crisis. Al pertenecer España a la Eurozona, poco puede contar con el Banco Central Europeo para lograr los alivios que en crisis anteriores provenían del Banco de España.

Además de todo esto, como consecuencia de la rigidez del mercado del trabajo especial, esta crisis crea un volumen colosal de parados. El resultado es una obligada demanda de dinero al Estado de Bienestar, salvo que se acepte tal aumento de las economías sumergidas y criminal. Todo lo agrava la crisis de una institución como la familia, que servía en depresiones anteriores de mecanismo de apoyo a los desempleados, consecuencia de la pérdida de valores tradicionales provocada a su vez por una conjunción de consecuencias derivadas de la aparición de una masa opulenta creyente en la bondad de la desaparición de tales valores. Además todo se agrava porque esa institución familiar no existe tampoco para un número significativo de inmigrantes, al haber venido a España en solitario. Todo ello genera tensiones que antes no existían.

Finalmente, otra diferencia respecto a anteriores situaciones regresivas se debe a que la apertura de nuestra economía al exterior es de las más altas existentes. Basta tener en cuenta su índice –exportaciones más importaciones de bienes y servicios en porcentaje del PIB– que fue en 2007, el año de mayor PIB, del 62,6% en España; en Estados Unidos, era del 28,6%, en Francia, del 54,6%; en Alemania, del 86,3%; en Italia, del 58,6%; en Japón, del 33,8%; y en Gran Bretaña del 54,6%. Ese proceso ha ido en aumento; en 2000 el porcentaje o coeficiente de apertura de España fue del 53,6%; en 1985, cuando ingresábamos en la Comunidad Económica Europea, este coeficiente era el 35%; en 1970, cuando se firma con el ámbito comunitario el Acuerdo Preferencial Ullastres, era el 20,8%, y en 1959, cuando se inicia el proceso de apertura con el Plan de Estabilización, de sólo el 10,5%. Por tanto hemos dejado a un lado toda tentación proteccionista. Pero hacerlo, sin ser competitivos, ¿no conduce en derechura a una crisis o como planteaba en el siglo XIX el Fomento del Trabajo Nacional, una colosal emigración?

Naturalmente una crisis de esas características exigía un tratamiento extraordinariamente delicado. A lo largo de los más de tres años transcurridos es evidente que no ha sido precisamente así.

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