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Juan Ramón Rallo

El consenso socialdemócrata mató al euro

Las únicas salidas que le van quedando al euro son o rendirle tributo a un inquietante Leviatán europeo, o recurrir a agresivas políticas inflacionistas, o amputar sus zonas tumorosas.

El euro pudo ser una buena idea; una excelente idea, añadiría. Tan sólo necesitaba cumplir con un requisito para que todo no volara por los aires: que no peligrara la solvencia de ninguno de los Estados miembros cuya deuda pública integraba los activos del Banco Central Europeo (y, por consiguiente, respaldaba el valor del euro). Los países ajenos a la Eurozona podrían eurorizarse y quebrar sin afectar a la credibilidad del euro en lo más mínimo (exactamente lo que sucedió con el dólar y la dolarizada Argentina), pero lo que no podía permitirse de ninguna manera era que el BCE se convirtiera en un banco repleto de activos tóxicos al estilo de las cajas españolas.

Por consiguiente, la solvencia de los Estados miembros de la Eurozona era un requisito indispensable para que el euro funcionara: ningún país cuyo sistema bancario tuviera acceso a la ventanilla de refinanciación del BCE debía quebrar, y para garantizar tal objetivo se adoptó una cautela llamada Pacto de Estabilidad y Crecimiento. Si los Estados deben poco dinero, se pensó, no hay riesgo de quiebra, por tanto prohibámosles que su deuda pública sea superior al 60% del PIB y que su endeudamiento aumente más de un 3% al año.

Se olvidaron los ingenieros de Bruselas del consenso socialdemócrata en el que vivimos; a saber, que el Estado no debe hacerse cargo sólo de sus propias deudas, sino de las de todos sus ciudadanos y que, en caso de que aparezcan dificultades económicas, el Gobierno ha de aprobar cuantos programas de gasto hagan falta para "estimular" la demanda.

De esta manera, a la sombra de unas cuentas públicas aparentemente bien gestionadas (Irlanda o España) se acumuló desde 2001 y 2006 una impagable cantidad de deuda privada que, pese a esa naturaleza privada, debería de haberse asumido que pasaría a ser fagocitada por el sector público ante el menor signo de debilidad. Así Irlanda, que tras haber suprimido casi todo su endeudamiento público hasta 2006 se dispuso a deglutir una deuda bancaria 10 veces superior al PIB del país y, cómo no, se indigestó.

De análogo modo, tan pronto como se desató la recesión en la Eurozona, los distintos Gobiernos incurrieron en abultadísimos déficits públicos debido al desmoronamiento de sus ingresos y a la falta de voluntad para ajustar correspondientemente los gastos. Ya fuera por los generosos subsidios de desempleo, ya fuera por el incremento discrecional de los desembolsos (planes E y similares), las crisis se han convertido en un terreno abonado para el dispendio público, con el consiguiente riesgo de default.

Ahora, ante la incapacidad de algunos Estados europeos para hacer frente a todas sus obligaciones, se plantea una cuádruple alternativa para el euro: o que los países insolventes adopten medidas draconianas con tal de captar los recursos que necesitan para pagar sus deudas, o que los países más ricos los rescaten a costa de sus propios contribuyentes, o que el BCE envilezca el euro (para que, vía inflación, sean sus tenedores quienes sufran) o que los incumplidores seamos expulsados de la moneda única. Toda la retórica de los eurobonos o la de crear una hacienda única europea va precisamente en una de estas cuatro direcciones: mezclemos la solvencia de los Estados serios como Alemania con la de los Estados de pandereta como España para que los contribuyentes teutones rescaten a los ibéricos.

Pero nada de todo esto habría sido necesario si los países miembros se hubiesen esforzado, de verdad, en cumplir el Pacto de Estabilidad y Crecimiento con todo lo que ello debería de haber llevado asociado: la restricción de la iliquidez bancaria y del aumento exponencial de la deuda privada facilitado por nuestro liberticida sistema financiero, la reducción del tamaño del Estado para blindar su solvencia de las fluctuaciones económicas, la liberalización del tejido productivo para que pueda readaptarse con rapidez ante las crisis y la renuncia definitiva a esa superchería precientífica que son las políticas keynesianas de estabilización de la demanda. Es decir, el euro podía haber sido una gran divisa con una serie de Estados pequeños y con un banco central no obsesionado con inflar el crédito. Pero ese no es el mundo en el que vivimos, así que el euro corre el riesgo de dejar de ser el marco para pasar a convertirse en la peseta.

Las únicas salidas que le van quedando son o rendirle tributo a un inquietante Leviatán europeo, o recurrir a agresivas políticas inflacionistas, o amputar sus zonas tumorosas. En los dos primeros casos se convertirá en un vehículo para el expolio estatal de la riqueza privada y en el tercero en un fracaso (parcial) que fragmentará la división del trabajo en zonas con diversos medios depago. Es decir, justo lo contrario de lo que debe ser una moneda. Y todo porque el consenso socialdemócrata ha promovido políticas monetarias y fiscales que son simple y llanamente incompatibles con disponer de un buen dinero. El euro es su prueba (todavía) viviente.

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