La enésima extorsión al Estado de ese gremio medieval que se quiere ajeno a toda autoridad humana o divina, el de los controladores, de nuevo está dejando entrever lacras profundas, atávicas, de la sociedad española que algunos ingenuos creímos enterradas después de la Transición. La más venial, por cómica, quizá sea la inveterada afición del paisanaje patrio al arbitrismo en las más arduas cuestiones. De antiguo es sabido que, aquí, cualquier chisgarabís armado con una calculadora de bolsillo le imparte lecciones al primer premio Nobel que se ponga a tiro, tanto da que hablemos de astrofísica como de economía. Nadie se llame a asombro, pues, ante la súbita erupción de sesudos jurisconsultos que acaba de producirse igual en las barras de los bares que en las redacciones de los periódicos.
Así, ya no hay entre nosotros plumilla o tertuliano que, muy sobrado, se prive de sentar cátedra a propósito de los enrevesados matices de las leyes de navegación aérea y sus abstrusas imbricaciones tanto con el ordenamiento laboral como con el derecho constitucional autóctono. Un prodigio del saber ecuménico nada nuevo, por lo demás. Recuérdese al respecto aquella inflación de expertos en pilotaje de grandes petroleros que aconteció cuando lo del Prestige. Desde Manolito Rivas y Suso de Toro hasta la última reencarnación del almirante Nelson en Ferraz, todo el mundo parecía llamado a impartir magisterio sobre cómo gobernar naves de ochenta mil toneladas bajo un severo temporal y sometidas al errático capricho de los vientos cambiantes.
Un asunto trivial según parece, más sencillo aún que cubrir la quiniela, de creer a tamaña recua de cráneos privilegiados. Rasgo mucho más triste, sin embargo, es el del eterno particularismo celtíbero que también ha vuelto a aflorar estos días con esa crudeza tan arisca, tan hosca, tan rifeña, tan inconfundiblemente nuestra. Nosotros, los españoles, en todo tiempo prestos a anteponer el miope afán partidista por encima del interés general. Como las tribus bárbaras, refractarios a la más elemental solidaridad interna con tal de defender el acervo común. Incapaces de siquiera concebir otra política que no sea la de tierra quemada. Disparando a matar con furia y dispuestos a nunca hacer prisioneros siempre que el enemigo a batir, ¡ay!, seamos nosotros mismos. Nosotros, la triste estirpe de Caín.