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José Antonio Martínez-Abarca

Nuestros amos, los controladores

Escasa alarma es la que ha decretado el Gobierno. Si la ley no alcanza para cubrir estos casos de emergencia nacional, es que también en eso está mal la Constitución, que se ha quedado en un cromo, la pobre.

Si los controladores aéreos son esos tipos sin amigos que se pueden ausentar repentinamente de la torre del aeropuerto por "estrés acumulado" cuando, por ejemplo, nuestro avión en llamas está a medio aterrizar en medio de una espesa niebla, quiere decirse que, contra lo que se dice, aún se han puesto poco sueldo para lo que hubiésemos estado dispuestos a pagarles, aunque para ello hubiésemos tenido que robar el cepillo de los huérfanos como Luis Roldán. Han sido tan tontos de, por excesiva autoconfianza, ir a perder su inmenso poder y también su inmenso dinero. No estaban ganando ese perral por lo que hacían, sino precisamente por lo que no hacían y, se ha comprobado, podían hacer: cerrar el país cada viernes.

Lo que ha ocurrido estos días nos lleva a la grave reflexión de que demasiada gente con ciertas habilidades técnicas que nosotros no disfrutamos nos tiene en sus manos, absolutamente. Gente como el tío que antes siempre sabía programar el vídeo (sólo nos libramos de esta clase de demiurgos omniscientes cuando los magnetoscopios quedaron obsoletos y ya no hizo falta saber programarlos) o, ahora, los controladores aéreos, de cuya existencia no teníamos noticia hasta que se les antojó ponerse malos siempre y cuando que a nosotros nos venga peor. A los controladores aéreos les pagamos tanto para ocultar el fracaso moral y tecnológico de que aún sean necesarios los controladores aéreos. De que no hayamos sido capaces de sustituir su trabajo automático por máquinas, o al menos por "entes" que respeten los puentes. ¿A quién le interesa toda la tecnología si al final ésta, en la delicada rama aeronáutica, se resume en que hay por ahí una controladora en Mallorca que pone en su blog que, si los ciudadanos seguimos así, terminará "empotrando aviones"?

Si dos mil quinientos tíos aíslan a un país entero es porque desde siempre les habíamos dejado hacerlo, confiando ese poder a su sola buena voluntad. Si sale una pistola en la pared en una obra de teatro es porque sabemos que en un momento u otro será usada, por la misma razón que si no hay recambio de ningún tipo para dos mil quinientos controladores es porque hemos venido aceptando como normal que todo, desde nuestras vacaciones a nuestra vida física, dependa del humor con que esa señora que escribe algo sobre empotrar aviones se levante de la siesta.

Escasa alarma es la que ha decretado el Gobierno. Si la ley no alcanza para cubrir estos casos de emergencia nacional, es que también en eso está mal la Constitución, que se ha quedado en un cromo, la pobre. Yo no saldré de ese alarmismo mientras no nos digan qué otros colectivos más o menos exquisitos no sometidos en la práctica a ningún poder (salvo el militar, como se ha visto) pueden decidir en este país, tras una reunión de amiguetes sindicados, si vivo o me empotran el avión, si me arruino turísticamente porque España ha dejado de ser un destino previsible o me quedo sin vacas, si tengo aún país o no debajo de mis pies o éste cierra de una tarde para otra por cambio de negocio. Una manía compartida por pocos, por lo demás. Fuera de la puntual indignación hacia los controladores aéreos que ahora recorre la impresionable piel de toro, ya se nos olvida que al respetable le ha venido pareciendo mucho más interesante lo guapo que resulta el portavoz de los huelguistas César Cabo ("yo sí que pierdo el control con César Cabo" arrasa en Facebook) que reparar en esa especie de oscuro "gang del chicharrón" al que representa.

De haber sido un poco más listos, seguirían siendo los amos.

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