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José García Domínguez

Alerta

En esta feliz corrala de comadres irresponsables, solo la muerte resulta tan segura como la impunidad cierta de cuantos bárbaros se amotinen bajo cualquier bandera incivil. Presidente, rinda de una vez un servicio a España: despídalos.

Ya puestos, y con los controladores, esa altiva aristocracia obrera, en posición de firmes, ¡ar!, no estaría de más otro Real Decreto imponiendo la urgente desmilitarización del periodismo. Algo así como una Ley Azaña que ordenase el rompan filas generalizado, con el preceptivo pase a retiro tanto de las kábilas al servicio del Gobierno como de sus iguales, los reclutas del disciplinado somatén devoto de Génova 13. Sería un primer paso con tal de que nunca más les faltase el valor de emitir juicios sensatos cuando sus señores, llámense Zetapé, Pilatos o Don Mariano, no deseen incurrir en "juicios de valor"; un primer paso a fin de enterrar ese atavismo tan celtíbero, el que por norma antepone el "nosotros" y el "ellos" a la verdad desnuda.

Y es que el genuino estado de alarma que hoy suscita España procede de los modos asilvestrados que legitima el sentir dominante, tara de la que la prensa no deja de constituir triste reflejo. A fin de cuentas, aquí, ya no hay distancia moral alguna entre esos cafres que profesan la alegre insurgencia del botellón los fines de semana, y la miríada de autoridades y particulares que se declaran insumisos a las leyes y los tribunales según se les antoje. Anomia ecuménica que se extiende a izquierda y derecha con pareja frivolidad. Al punto de que el imperativo categórico de obedecer las normas casi se antoja risible prejuicio propio de simples y beatas. Nada extraño si se repara en que autoridad y autoritarismo han devenido sinónimos indiscernibles en el errático canon cultural de este lado de los Pirineos.

Y quien ose revolver en tales cuestiones, es sabido, será tenido al punto por un fascista nostálgico de la dictadura. Deriva ética, la nuestra, gracias a la cual el imperio de la Ley ha acabado sometiéndose al célebre mandato de Gemma Nierga: "¡Dialoguen!". De ahí, por cierto, que jamás suceda nada, llámense los saboteadores doctor Montes, energúmenos del Metro de Madrid o delincuentes (presuntos, of course) del sindicato de controladores. Por algo, en esta feliz corrala de comadres irresponsables, solo la muerte resulta tan segura como la impunidad cierta de cuantos bárbaros se amotinen bajo cualquier bandera incivil. Presidente, rinda de una vez un servicio a España: despídalos.

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