El proceso es muy simple: España está tremendamente endeudada en todos los ámbitos y no puede pagar. El Estado –incluyamos a las autonomías– tiene un déficit monstruoso y los activos de la banca están inflados y para más inri vencen a muy largo plazo. Nuestros acreedores, por consiguiente, han de refinanciarnos día a día miles de millones de euros con la esperanza, cada vez más ingenua, de que algún día les paguemos. Si nos cortan el chorro, y ya lo han hecho en alguna ocasión este año, sólo tenemos tres opciones: o suspender pagos, o lanzarnos a los brazos de Alemania o esperar que el Banco Central Europeo cree más euros para refinanciarnos.
Sea como fuere, el euro se debilita y los alemanes pierden. Ahora la cuestión –su cuestión– es cómo minimizar daños. Al cabo, diferir el momento del pago tiene sentido para los acreedores si piensan que de este modo verán incrementar sus opciones de recuperar su capital; en caso contrario se acabó lo que se daba. El problema de España es que su endeudamiento sigue creciendo, sus fundamentos económicos continúan empeorando y que, por tanto, a sus acreedores les toca cada vez una porción más diminuta de un pastel que se está encogiendo.
Sólo nos faltaba que la suspensión de pagos de Portugal –un país con una economía esclerotizada que sólo ha cerrado con un nimio superávit público del 0,04% uno de los últimos 25 años– se descuenta cada día como más segura por su incapacidad para reconducir su enorme déficit y, por tanto, de que sus bancos o empresas, que nos deben cerca de 90.000 millones, sobrevivan una vez los fríana impuestos y les impaguen sus tenencias de deuda pública.
En estas condiciones lo normal es que, por un lado, los de fuera dejen de destinar su capital a refinanciarnos nuestras deudas y, por otro, que los de dentro tratan de blindarse frente a la catástrofe sacando su capital fuera. ¿Qué nos queda? A estas alturas tal vez no mucho. El crédito, lo que necesitamos para no suspender pagos, se basa en la confianza (crédito viene del latín credere, creer) y Zapatero ha dilapidado cualquier confianza que pudiéramos merecer como país.
A mediados de año, los inversores nos dieron una segunda o tercera oportunidad para que contuviéramos nuestros gastos y mejoráramos nuestras perspectivas de crecimiento futuro y Zapatero se mofó en su cara. Pergeñó un recorte de gastos que enmendó según el diferencial con el bono alemán variaba y aprobó una reforma laboral que no modificaba nada y a la que los sindicatos se opusieron sólo para aparentar que era algo que realmente no era.
Ahora tocaría hacer bien lo que prometimos realizar en mayo. Pero Zapatero es preso de su propia ideología sectaria y de su descrédito internacional. Por el lado del gasto habría que meter mano a las autonomías (que en medio año se han endeudado más que en todo 2009 y que amenazan con convertirse en el gran lastre del déficit público durante este ejercicio) y a las pensiones, pero, aun con inminente riesgo de quiebra, tal propósito es imposible antes de las elecciones catalanas del domingo y muy improbable a partir de entonces. Por otro, con tal de tener esperanzas de volver a generar riqueza durante esta década, habría que liberalizar de verdad los mercados, especialmente el laboral –poner fin a la negociación colectiva, al salario mínimo, a los privilegios sindicales...–, mas, de nuevo, ya manifestó Zapatero que la salida de la crisis sería social o no sería.
Sin embargo, el problema esencial es que, como digo, todo esto sería un programa político para alguien que tuviera alguna credibilidad a la hora de aplicarlo. Zapatero ya no la tiene. Seis años mintiendo a los españoles, pasen. Seis meses mintiendo a los europeos serán nuestra tumba... o la suya.