La crisis de deuda pública que sufre desde hace meses la zona euro se asemeja a una partida de ajedrez en la que, según van cayendo las piezas, el rey –el euro– se tambalea ante el asedio sufrido, si bien su caída definitiva dependerá, en última instancia, de la valía que muestren los dueños del tablero –Banco Central Europeo y Gobiernos de los países miembros–. Hasta el momento, el mercado ya se ha comido un peón (Grecia), está a punto de tumbar a un alfil (Irlanda) y a una torre (Portugal), y de seguir la misma senda pronto fijará su atención en el caballo (España) y la dama (Italia), en cuyo caso la partida habrá llegado a su fin.
Pero vayamos por partes. La actual situación es mucho más compleja que una mera partida de ajedrez. Para empezar, el mercado (tanto empresas como bancos y ahorradores) no huyó de los bonos griegos o irlandeses por mero capricho o en base a un maquiavélico plan concebido desde las altas esferas especulativas para hacer quebrar a gobiernos y bancos. El mercado descubre oportunidades y errores de inversión y, como es lógico, rechaza y castiga los negocios ruinosos. Los inversores, simplemente, se han percatado de que Grecia era insolvente, de que la deuda (pública y privada) de Irlanda es inasumible y de que Portugal, dada la depresión que sufre desde hace más de una década, tendrá muy difícil devolver lo que debe creciendo menos de un 1% anual. ¿Resultado? Exigen a dichos Gobiernos un tipo de interés mucho más alto para financiarse en el mercado (deuda pública) ante el evidente riesgo que presentan sus bonos.
¿Problema? Dicho coste es prohibitivo para algunos Estados, con lo que Bruselas ha orquestado un método alternativo de financiación para evitar su quiebra. En lugar de acudir al mercado, los países en problemas serán financiados por otros países, en principio, más solventes. Es decir, fundamentalmente, los contribuyentes franceses y alemanes.
Dicho esto, ¿por qué Irlanda está al borde de la quiebra? Porque su Gobierno se ha empeñado en rescatar a su sistema financiero con dinero público, y puesto que el tamaño de la banca asciende al 1.000% del PIB resulta palmario que carece de músculo suficiente para ello, a no ser que abogue directamente por esclavizar a toda su población que, al fin y al cabo, es la que tarde o temprano acaba pagando los desmanes del monopolio político y el oligopolio bancario.
La banca irlandesa quebró hace meses, cuando el estallido de la burbuja inmobiliaria –alimentada por la banca central– comenzó a dinamitar sus balances (hipotecas que se pensaba que iban a ser devueltas jamás serán pagadas). Sin embargo, ha logrado sobrevivir durante este tiempo gracias a la financiación extraordinaria y gratuita (interés del 1%) del Banco Central Europeo (BCE). Pero estos créditos son limitados y, en última instancia, su concesión depende de la calidad del colateral (activos que sirven como garantía del préstamo) que los bancos irlandeses entreguen a cambio. Pues bien, resulta que dicho colateral se agota y, como resultado, el BCE tendrá que cerrar el grifo, de ahí que esté presionando a Dublín para que acepte el rescate.
Para que la banca sobreviva, el Gobierno irlandés tendrá que inyectar decenas de miles de millones de euros: un mínimo de 50.000 millones, más de un tercio de su PIB anual, según los últimos cálculos oficiales (aunque es probable que sean más). Tarea imposible para sus deterioradas cuentas públicas, ya que su déficit fiscal rondó el 14% del PIB en 2009. La banca irlandesa precisa de un avalista más solvente, es decir, el Fondo de Estabilidad Financiera de la UE y el FMI, que cuenta con el aval de los contribuyentes del resto de la zona euro (a excepción de los griegos, claro) y de EEUU.
Y en esas estamos ahora. Sin embargo, el rescate no es tan sencillo y, de hecho, esconde aristas poco visibles al tiempo que cruciales. Para empezar, Bruselas quiere que el Gobierno británico, que no pertenece a la zona euro, se implique en el rescate irlandés. Por si fuera poco, Finlandia se opone a prestar dinero a Dublín mientras que Austria manifiesta el mismo rechazo respecto a Grecia. Es decir, existe división interna dentro de la zona euro, cuando el rescate precisa de unanimidad.
Por si fuera poco, la factura de Grecia (110.000), Irlanda (más de 100.000) y Portugal (otros tantos) amenaza con superar de lejos los 300.000 millones de euros, casi la mitad del Fondo (750.000). El problema es que, a medida que más gobiernos son rescatados, la carga para los estados restantes (avalistas del fondo) aumenta, y con ella la presión pública (rechazo de los contribuyentes), económica (más deuda) y financiera (menos solvencia), con lo que la triple A (máximo rating) del propio Fondo se resentiría. Y llegados a este punto, ¿qué sentido tendría prestar dinero a Grecia o a Irlanda al 5% de interés, si el mercado, que al final es el que realmente presta el dinero, atisba un mayor riesgo y exige, por tanto, un tipo más alto a los países que constituyen el Fondo (el coste financiero para España ronda ya el 4,6%)? ¿Tendría sentido seguir rescatando países? ¿Aceptaría Alemania? Y eso, sin contar el posible rescate de España. ¿Habría dinero para entonces? Las dudas son numerosas.
La cuestión a plantear entonces sería diametralmente distinta: o bien se aplican ya (y no a partir de 2013) quitas soberanas o bien el BCE pierde el control y opta por monetizar (comprar) en bloque y de forma masiva la deuda pública de los denominados PIIGS, medida a la que se opondría frontalmente Alemania, con el consiguiente riesgo para la supervivencia del actual euro (el rey). Lo triste de todo este asunto es que existe una solución de mercado para todos estos problemas: el rescate privado de la banca, sea ésta irlandesa, española, alemana o francesa (en caso de aplicar quitas soberanas). Una medida que, por desgracia, no contempla ningún político y escasos economistas. Mientras, el euro sigue en jaque.