Los políticos nunca se han sentido cómodos con el oro. Fue un dinero que les vino impuesto por el mercado y que desde luego limitaba enormemente su poder y su margen de maniobra. Desde un punto de vista monetario, bien puede observarse el siglo XX como una continua lucha del Estado contra el oro, una batalla sin cuartel para ir desarticulando el patrón oro clásico con tal de sustituirlo por un nuevo dinero de cuño político que les permitiera a los burócratas manipular el volumen de crédito con el único límite del repudio monetario.
En apariencia, el resultado de la contienda fue el de una aplastante victoria del Estado sobre el oro, el cual dejó de ser un activo monetario desde el mismo momento en que Nixon decidió cerrar Bretton Woods. O dicho de otra manera, políticos y economistas de todos los países, partidos e ideologías nos han vendido que el oro, el dinero de Occidente durante siglos, sucumbió y fue desmonetizado de manera definitiva e irreversible hace unos 40 años.
Sin embargo, examinando un poco más de cerca la cuestión nos topamos con fenómenos llamativos. Si el oro era dinero hasta 1973 y dejó de serlo a partir de ese momento, deberíamos haber asistido nada más desaparecer Bretton Woods a un hundimiento de su demanda (dejó de utilizarse como dinero) y, por tanto, de su precio. ¿Qué sucedió en realidad? En unos pocos años su precio se multiplicó por 20, pasando de unos 35 dólares por onza a más de 700. Casualmente, pues, cuando el oro se desmonetizó y fue despojado gubernamentalmente de su cometido más, su precio estalló.
La cuestión a resolver es por qué estalló. Al fin y al cabo, cuando el precio de cualquier bien sube es o porque su cantidad disponible se reduce o porque esperamos que nos sea más útil ahora o en el futuro. ¿Cómo encaja aquí la explicación canónica de que el oro dejó de ser dinero cuando el Gobierno estadounidense así lo decidió? Pues de ninguna manera. El stock total de oro en aquel entonces rondaba las 100.000 toneladas y la demanda de oro estrictamente no monetaria (la industrial y una parte de la ornamental) es muy improbable que superara las 1.000 toneladas anuales en unos momentos en los que, además, la producción minera anual ya excedía las 1.200 toneladas. En otras palabras, el precio del oro se multiplicó por 20 cuando, de golpe y porrazo, el metal amarillo dejó de utilizarse como dinero y, por tanto, cuando afluyó en masa al mercado una oferta de oro equivalente a más de 100 años de demanda.
Es cierto que a partir de la década de los 80 y hasta 2001 el precio del oro fue lentamente cayendo de nuevo hasta 270 dólares la onza (aun así, ocho veces por encima del precio que poseía cuando se empleaba como dinero). Pero incluso en su sima de 2001, la demanda puramente de inversión del oro –omitiendo la ornamental que en gran parte también es demanda de inversión– superaba a la demanda industrial. ¿Cuál era el sentido económico de invertir tanto en oro? Si el metal amarillo no es dinero, toda la demanda de inversión tendría como única finalidad acumular aún más stocks de oro para satisfacer la demanda industrial de mañana; pero entonces, ¿cómo es posible que sistemáticamente durante 40 años la demanda de inversión supere a la industrial (actualmente, excluyendo la joyería, es seis veces mayor)? Es más, si el oro ya tenía sobradamente cubierta su demanda industrial en los años 70 merced al stock acumulado durante centurias, ¿cómo es posible que la mitad de todo el oro que la humanidad ha producido a lo largo de toda la historia se haya extraído en los últimos 40 años? ¿A dónde se han dirigido esas 80.000 nuevas toneladas de metal amarillo que supuestamente sólo sirven para fabricar cuatro joyas, dientes de oro y conectores electrónicos? Al cabo, fíjense en la incoherente explicación que se nos ofrece: se ha extraído más oro en el pequeño paréntesis histórico en el que el metal amarillo no se ha utilizado como dinero que en los cientos de años en los que sí se empleó.
Mejor será buscar otra narración de los hechos más verosímil: el oro sigue siendo un activo monetario le pese a quien le pese (véase políticos y economistas serviles). Por supuesto no es dinero en el sentido de "medio de pago generalmente aceptado", pero tampoco lo era durante Bretton Woods y nadie dudará de que entonces el oro sí era dinero. Más bien, el oro es dinero en el sentido de que continúa siendo la reserva de valor última de cualquier sistema económico: si quiebran todos los bancos y todos los Estados, si somos invadidos y devastados por los bárbaros o si cae un meteorito que arrasa con la mitad de la población mundial, el oro –y en menor medida otros metales preciosos como la plata– será el único bien que nos habrá permitido conservar el valor de nuestro patrimonio y el único bien que podrá emplearse como medio de cambio generalmente –globalmente– aceptado.
Por eso mucha gente sigue acumulando una parte –variable según las circunstancias– de su capital en oro –para contar con un seguro contra catástrofes– y por eso sigue siendo dinero. Porque si el metal amarillo es capaz de desempeñar un papel tan esencial en medio de los mayores desastres imaginables no es por puro azar, sino porque sigue reuniendo las mejores características para ser dinero. Otra cuestión es que los Estados no quieran reconocérselo y estén obcecados en proseguir con una guerra aurofóbica de la que sólo saldremos todos empobrecidos. De hecho, esta crisis es uno de los más claros ejemplos de qué sucede cuando bancos y gobiernos no están limitados por la disciplina que les impone el patrón oro (que no el patrón-divisa oro o Bretton Woods que fueron sendas perversiones inflacionistas del patrón oro clásico) y pueden manipular artificialmente el crédito. Es decir, de qué sucede cuando los gobiernos se empeñan en darse cabezazos contra la pared para impedir que el oro desempeñe el papel que el mercado natural y evolutivamente le ha otorgado.