Un destacado profesor de Bioética de la Universidad de Princeton, y célebre por su prédica en favor de la "liberación" animal, Peter Singer, aseguró en El País que "el aumento de los precios de los alimentos el año pasado hizo que el número de personas que padecen hambre rebasara los 1.000 millones (...) para lograr avances sostenibles en la reducción de la pobreza extrema, harán falta mejoras en la cantidad y la calidad de la ayuda". Sólo unos pocos países llegan al 0,7 % del PIB, que a Singer le parece un "modesto objetivo" y que explica la muerte de tantos infelices.
Ignoro si fue citado en los increíbles debates sobre los toros en Cataluña, que desembocaron en que socialistas, comunistas y nacionalistas prohibieran allí la fiesta, pero Singer tiene a propósito de este asunto una solvencia claramente reflejada en esta declaración: "Los animales comparten con nosotros la capacidad de sufrir (...) no hay razón alguna por la cual debamos dar menos consideración a sus intereses que la que damos a los intereses similares de los miembros de nuestra propia especie". Está claro: somos iguales a los animales, exactamente.
Tras esta clase de melonadas en el campo biológico no cabía esperar una reflexión económica solvente. Por ejemplo, que la subida de los precios de los alimentos debió mejorar la situación de los países pobres, porque muchos de ellos los producen (el daño pudo estribar en que los gobiernos de otros países no les permitieran exportar su producción); que el hambre en el mundo se ha ido reduciendo marcadamente en las últimas décadas; que ninguna ayuda exterior ha reducido la pobreza de modo apreciable o de modo comparable al esfuerzo de los propios ciudadanos de los países pobres; que las muertes por pobreza y hambre no se deben a la falta de ayuda sino a la falta de paz, de justicia y de libertad que millones de personas sufren por culpa de sus gobernantes.