Postulan keynesianos y monetaristas que es imprescindible generar inflación para salir de la crisis. Los primeros han visto en estos dos años cómo sus planes de estímulo fracasaban estrepitosamente: nos prometieron que todo era cuestión de impulsar la demanda agregada vía déficit y al final seguimos tan o más estancados, pero con una montaña de deuda a nuestras espaldas. Los segundos, que llevan tres años ovacionando a Bernanke por su audaz política monetaria y por haber salvado a la economía de la Gran Depresión, continúan repitiendo la misma cantinela de siempre de que es necesario generar inflación; bien está, aunque estaría mejor si nos explicaran cómo es posible que Bernanke salvara la economía en 2008 y 2009 y ahora sea necesario volver a salvarla con todo tipo de facilidades crediticias. ¿Será acaso que lo único que logró Bernanke fue retrasar el momento de la inexorable penitencia?
Ciertamente, la inflación aparece como un remedio sencillo y rápido para salir de la crisis. Al fin y al cabo, si nuestras economías padecen un exceso de deuda, nada mejor que la inflación para diluir su valor real. Si hacemos que un sueldo de 1.000 euros hoy tenga el mismo poder adquisitivo que un sueldo de 100.000 euros dentro de unos meses, entonces el problema de la deuda hipotecaria y de los promotores en España queda ipso facto solventado... al menos para los deudores, claro. Los acreedores, aquellos que adelantaron su capital esperando obtenerlo de vuelta, lo tendrán algo más complicado en esta coyuntura inflacionista.
Cuenta Hayek en La desnacionalización del dinero que durante años el apellido de Schumpeter estuvo maldito en Austria porque este célebre economista, siendo ministro de Finanzas, autorizó que las deudas contraídas en coronas antes de la hiperinflación que sufrió el país tras la Gran Guerra pudieran saldarse en las nuevas coronas cuyo valor era 15.000 veces inferior a las originales; esto es una política monetaria sensata y lo demás son tonterías. Pero si lo que queremos es expoliar a los acreedores y reducir el saldo real de las deudas, ¿por qué no premiamos a los deudores que impaguen sus deudas? ¿Por qué no celebramos que los hipotecados subprime dejaran de cumplir en 2007 con sus compromisos a millones? ¿Por qué escandalizarse de que los bancos –que son siempre acreedores netos– quebraran como consecuencia de ese impago parcial de deudas?
Es más, los inflacionistas deberían explicarnos cómo es posible que en 2008 entráramos en esta complicada depresión si por aquel entonces San Bernanke había conseguido que disfrutáramos de la inflación más elevada de los últimos 20 años. No se explica que lo que se propone ahora como definitiva panacea fuera el contexto del que ya disfrutábamos antes de quebrar Lehman Brothers y meternos a todos en el hoyo.
Lo cierto es que la inflación –la dilución parcial del valor de las deudas– no soluciona los problemas reales que padecemos: un cúmulo de malas inversiones ocasionadas por la brutal y distorsionadora expansión del crédito que se vivió entre 2001 y 2007. Durante esos años ya gozamos de una cuantiosa inflación de activos y nada de ello impidió que entráramos en crisis, pues de hecho no era parte de la solución sino una exteriorización del problema; a saber, la cuestión es cómo evitamos que nuestros muy eficientes productores sigan construyendo a mansalva viviendas que nadie necesita y, en este sentido, condonar las deudas vía inflación sólo sirve para que aquellos que se equivocaron en sus inversiones –y que como consecuencia no pueden cumplir con sus obligaciones financieras– consoliden la posesión de unos recursos que deberían estar empleados en otras partes de la economía.
Y si entre 2001 y 2007 la inflación fue un desastre, también lo sería ahora en caso de que Bernanke pudiese generarla. Pero no, no puede. A menos que decida emular a Zimbabue (darle a la maquinita de imprimir billetes), la forma que tiene nuestro perverso sistema financiero de generar inflación es incrementando la cantidad de crédito en la economía y ahora mismo los agentes privados lo que desean es reducir su endeudamiento, no incrementarlo. Podrá Bernanke poner todas las facilidades por el lado de la oferta para que la gente se endeude, pero si ésta no demanda nuevo crédito –y ni lo hacen ahora ni lo harán hasta que reestructuren sus balances... reduciendo su deuda–, de nada servirá y los precios no aumentarán. El ejemplo de Japón es elocuente, pero también el de la Gran Depresión, donde ni siquiera abandonando el patrón oro los distintos países consiguieron tasas de inflación apreciables.
¿Significa esto que la política monetaria de Bernanke es inocua? No, porque para tratar de provocar inflación está generando el clima y las expectativas de que los tipos de interés se mantendrán en mínimos históricos durante mucho tiempo. Y cuando los agentes tratan de reducir su endeudamiento –como hacen y deben hacer ahora pese al brutal endeudamiento público–, los tipos de interés bajos son criminales: cuanto más bajos sean éstos, más retrasan los agentes su desapalancamiento; y cuanto más lo retrasen, más tiempo diferiremos el reajuste real que necesitamos.
Bernanke debería aprender una lección básica: se puede llevar el caballo al río, pero no se le puede forzar a beber. Como banquero central, puede tirar de las cuerdas, pero es incapaz de empujarlas. Pero en esta contraproducente carrera hacia el absurdo está sacrificando el valor futuro del dólar y, lo que es peor, los incentivos de los agentes para dar de baja sus malas inversiones, liquidar su excesiva deuda y volver a empezar a consumir e invertir desde niveles más sostenibles. Si pensamos que en 2008 sólo quebró el sistema financiero y no nuestros fantásticos sistemas productivos especializados en producir millones de carísimas viviendas y redundantes automóviles al año, es que todavía no hemos entendido nada de lo que ha sucedido.
Mr. Obama y Mr. Bernanke, por favor, dejen de obstaculizar el proceso de reorganización. No nos condenen a otra Gran Depresión. 15 años de lento ajuste son demasiados.