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Juan Ramón Rallo

Un mal argumento del Nobel contra las pensiones privadas

Por mucho que lo diga el Nobel, si quiere pensiones sostenibles y crecientes en el tiempo ante cualquier contexto demográfico, la única alternativa son los sistemas de capitalización.

Un economista no pasa a tener más o menos razón después de haber ganado el Nobel, simplemente se vuelve más conocido. Por eso, el uso y abuso que se haga de estos galardones puede ser peligroso: la tentación de utilizarlos para hacer avanzar la agenda política, finiquitando la discusión económica, es en ocasiones irresistible. Ya se vio en 2008 con Krugman y su nefasta influencia sobre esos planes de des-estímulo que tan onerosos nos han salido.

¿Se repetirá la historia en 2010? Espero que no. En la actualidad nos encontramos a las puertas del colapso de los sistemas de reparto de pensiones. El debate sobre su reforma es inevitable, pues la única manera que tienen de cumplir con sus compromisos es no cumpliéndolos, esto es, suspendiendo parcialmente pagos. Tales son las inexorables leyes de la demografía: cuando esperas que el ahorro de los jóvenes sirva de sustento para una explosiva población jubilada, al final el esquema Ponzi termina colapsando. La alternativa ya la conocen: los sistemas de capitalización en los que cada individuo, en lugar de rapiñar el exiguo capital de los trabajadores, se sufraga su propia jubilación ahorrando, invirtiendo y creando nueva riqueza.

La simplicidad –y autenticidad– de este argumento puede chocar, sin embargo, con ciertos sofismas de uno de los tres galardonados de este año, Peter Diamond. Hace unos años, el susodicho escribió un artículo junto a Nicholas Barr donde trataba de demostrar, entre muchas otras cosas, que los sistemas de capitalización son igual de insostenibles que los sistemas de reparto. El argumento merece cierta atención porque en un análisis superficial parece verosímil (de ahí que sea un sofisma).

Dice Diamond que si la población de un país decrece, la cantidad de bienes futuros se reducirá, de modo que los pensionistas futuros –tanto en un sistema de capitalización como en uno de reparto– verán reducidas sus posibilidades de consumo aun cuando posean patrimonios financieros muy cuantiosos (ya sea porque los precios de los bienes de consumo aumentarán o porque la rentabilidad de sus activos se reducirá): "Lo relevante no es la acumulación financiera, sino la producción. Si la producción aumenta, será más fácil que aumente la renta de trabajadores y pensionistas. La solución a una población que envejece no se encuentra de por sí en la capitalización, sino en el crecimiento económico".

Voy a abstraerme del hecho de que los pensionistas de un país con una población decreciente –España– puedan invertir en el mercado de valores de un país con una población expansiva –India– y voy a centrarme en el escenario –por otro lado factible– de que la población mundial decrezca. ¿Es en este caso inexorable que conforme la pirámide poblacional se invierta los pensionistas se vayan empobreciendo en términos relativos?

No, en absoluto. ¿Qué sucedería en un sistema de capitalización donde la población envejeciera y la mano de obra fuera cada vez más escasa? Pues que los salarios reales de los trabajadores irían aumentando y el capital privado que ahora se pierde por los sumideros de la Seguridad Social se invertiría en sustituir métodos de producción basados en una mano de obra relativamente barata por otros métodos de producción mucho más intensivos en capital que requieran a menos obreros (esto es lo que otro premio Nobel, Friedrich Hayek, llamó el Efecto Ricardo). El menor número de trabajadores se vería compensado por un mayor número de bienes de capital, sin que por tanto la producción futura se viera afectada. Proceso que, obviamente, no puede acaecer en un sistema de reparto, por cuanto el ahorro de los trabajadores actuales se destina, no a la inversión en bienes de capital, sino a financiar el consumo de nuestros pensionistas.

¿Pero sería este recambio de máquinas por trabajadores posible en todos los casos? No, de momento no lo sería y aquí el argumento de Diamond sí podría tener algún peso. El economista Thomas Stewart distingue entre cuatro tipos de trabajadores: los fáciles de sustituir y que generan escaso valor; los difíciles de sustituir que generan un elevado valor; los difíciles de sustituir que producen poco valor; y los difíciles de sustituir que crean un enorme valor. Estos últimos son por ahora imprescindibles e irremplazables debido a nuestra incapacidad para producir máquinas que se comporten como agentes; son nuestro auténtico capital humano. Si su número disminuyera debido a una población menguante, nuestro crecimiento económico futuro –y por tanto el bienestar de nuestros jubilados– sí podría verse afectado (a diferencia de lo que sucede con los otros tres tipos de trabajadores, que pueden suplirse con una mayor dotación de capital).

Sin embargo, lo cierto es que estamos muy lejos de la situación en que una reducción de la mano de obra necesariamente deba minorar la cantidad de esos trabajadores altamente cualificados y difícilmente sustituibles. Al fin y al cabo, el ahorro de los futuros pensionistas puede destinarse a formar y capitalizar al resto de trabajadores. O dicho de otro modo, el argumento de Diamond sólo sería relevante para un mundo donde la gran mayoría de obreros estuvieran ya muy especializados y generaran un altísimo valor añadido; un mundo que tiene muy poco que ver con el actual y que es dudoso que algún día llegue a parecerse en algo (gracias a que un porcentaje creciente de los ahorros de todo el planeta se dedica a la I+D, muy probablemente en dos o tres décadas seamos capaces de crear máquinas que actúen como agentes).

Por mucho que lo diga el Nobel, si quiere pensiones sostenibles y crecientes en el tiempo ante cualquier contexto demográfico, la única alternativa son los sistemas de capitalización.

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