El balance del 29-S deja atrás no sólo el sonado fracaso de la huelga general convocada por UGT y CCOO, sino también, y sobre todo, el divorcio entre los sindicatos oficialistas y una sociedad más que harta de unas centrales sindicales que ni se han enterado ni se quieren enterar de qué va la España del siglo XXI.
Cuando los españoles quieren hacer huelga, la hacen de verdad, como se puso de manifiesto en el famoso 14 de diciembre de 1988, pero cuando no quieren, no les gusta que nadie les obligue a actuar en contra de su voluntad. El ambiente no estaba en estos momentos, ni mucho menos, para secundar una convocatoria que partía de dos errores fundamentales de base: el momento y el motivo.
El momento, porque los sindicatos se han pasado dos años con la boca bien callada mientras el paro se disparaba a cifras de verdadero escándalo y ellos sin decir nada porque ya se encargaba el Gobierno de untarlos bien untados con la ‘grasa’ del presupuesto. Y después de darle la espalda a la gente, sobre todo a los casi cinco millones de parados, a los empresarios que han tenido que cerrar su negocio y a los autónomos que se han visto obligados a cesar en su actividad, a todos ellos y a sus familias, ahora UGT y CCOO querían salir a la calle para protestar porque hay que tomar medidas dolorosas para enderezar una situación de cuyo empeoramiento han sido cómplices por acción y por omisión.
El motivo, porque la huelga tendría que haber sido contra quien nos ha conducido a este desastre socioeconómico, esto es, el Ejecutivo de Rodríguez Zapatero, no los empresarios que están sufriendo la crisis ni mucho menos la presidenta de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre, cuyas políticas están permitiendo amortiguar en la región los durísimos golpes de las circunstancias que nos están tocando vivir. Así es que la equivocación de partida ha sido una convocatoria contraria a los deseos y al sentir de la gente en todos sus aspectos.
El distanciamiento con la sociedad se ha agravado a raíz de la actuación de los piquetes, impidiendo la salida a primera hora de los autobuses de la EMT y tratando de paralizar el metro para que las personas no pudieran acudir a su centro de trabajo, y después tratando de bloquear el tráfico, además de amedrentar, como poco, a todo aquel que osaba desafiar la llamada al paro. La reacción contra los sindicatos que han tenido, por ejemplo, los vecinos de la Gran Vía de Madrid, por tanto, es lógica y sirve como botón de muestra de una sociedad que no está por la labor de que nadie les venga a imponer nada en contra de sus deseos, y menos aún cuando, en el caso de Madrid, la convocatoria de UGT y CCOO tenía todos los tintes de una huelga política contra una presidenta, Esperanza Aguirre, elegida democráticamente y que, después del fracaso sindical de hoy, probablemente va a renovar su mandato el año próximo con mayoría absoluta.
Los sindicatos han hecho un ejercicio de total falta de sensibilidad hacia la sociedad. Ellos iban a lo suyo, con sus planteamientos ideológicos decimonónicos, sin importarles ni los parados, ni el sufrimiento de las personas para quienes perder un día de sueldo en estos momentos supone un verdadero problema, mientras Toxo y Méndez disfrutan de super áticos de lujo y restaurantes de primera; ni el deseo de los millones de españoles de querer ejercer su derecho a trabajar con libertad y, de esta forma, pueden haber consumado definitivamente un divorcio con una sociedad a la que le han dado la espalda en los momentos más difíciles y que desde hace tiempo no quiere saber nada de ellos, como demuestran las bajas y decrecientes cifras de afiliación.
Estos sindicatos, por tanto, hoy por hoy ya no representan a nadie porque no se han adaptado a los tiempos que corren, ni a la crisis, ni a los profundos cambios sociológicos que se han producido en España. Si hoy tienen un papel en nuestra vida pública es porque entre las concesiones que se hizo a la izquierda en la Constitución de 1978 estuvo la de darles una importancia y una representatividad como interlocutores sociales de la que carecerían si la sociedad pudiera opinar al respecto. Si sobreviven es porque disfrutan de la respiración asistida que les proporciona el Gobierno a base de subvenciones multimillonarias de las que luego no dan cuenta a nadie pese a tratarse de dineros públicos, como tampoco dan cuenta de cuántos liberados sindicales –señores que cobran pero no trabajan ni, en muchos casos, los conocen sus propios compañeros en la empresa o en la Administración– hay en nuestro país, qué hacen realmente y cuánto nos cuestan, cosa que también indigna a la gente.
Así es que tenemos a unos agentes sociales que no representan a nadie y a quienes no traga un número importante y creciente de sus supuestos representados, que, por no haberse sabido adaptar a los tiempos, resultan tan anacrónicos como un dinosaurio en la Puerta del Sol. Nuestras centrales sindicales, en consecuencia, son una especie en peligro de extinción y sólo sobrevivirán en el futuro si aprenden la lección y se modernizan de verdad para atender a las verdaderas necesidades y demandas de los españoles del siglo XXI, que ya no se identifican con ellos ni con sus postulados. Lo malo es que ese proceso de modernización no se podrá llevar a cabo mientras Méndez y Toxo sigan donde están y menos aún si el Gobierno de Zapatero se dedica ahora a reírles las gracias y a tenderles la mano, cuando UGT y CCOO se han convertido en uno de los principales obstáculos para la salida de la crisis y para el progreso económico y social de nuestro país.