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Juan Ramón Rallo

Piquetes hoy, virus mañana

Hoy deberíamos observar los "servicios máximos" y los piquetes antiproletarios como lo que son: un corte general de las comunicaciones y una inoculación de amenazantes virus en los centros de trabajo.

Francisco Capella propone una interesante analogía sobre el papel de los servicios máximos y de los piquetes "informativos" en una huelga general. Propone compararlos con unas elecciones en las que los abstencionistas bloquearan el acceso a las urnas o agredieran a los osados votantes. No creo que haya que echar demasiado la vista atrás ni en nuestro país ni en los de nuestro entorno para hacernos una idea de la enorme agresión que tal acto de vandalismo supone para las personas y para las instituciones. Permítanme, sin embargo, que en lugar de buscar comparaciones en nuestro presente y pasado me oriente hacia el futuro.

La tecnología derivada de esa exitosa inversión milmillonaria en I+D que sólo el capitalismo promueve (pienso en Silicon Valley, no en los pastos de Garmendia) está permitiendo concentrar nuestras actividades en el campo del conocimiento. Dado que somos buenos creando herramientas pero no agentes, el factor más escaso es el capital humano: nos conviene automatizar las tareas más mecánicas y menos creativas para poner a la gente a especializarse en campos muy concretos del conocimiento donde puedan resolver problemas muy complejos.

Al tiempo, esa misma tecnología también está restando importancia a la localización de los individuos. Hoy podemos mantenernos en contacto por texto, sonido e imagen mediante un móvil, portátil o e-reader con 3G o wifi desde prácticamente cualquier rincón del planeta. Conforme pase el tiempo, cada vez un mayor porcentaje de trabajos –y especialmente los más valiosos– podrá desempeñarse desde casa sin una jornada laboral reglada y al uso: médicos, profesores universitarios, inversores profesionales, altos directivos... ¿De qué servirán entonces las huelgas generales?

Hoy la lógica para que una huelga general triunfe no pasa por convencer al trabajador, sino por forzarle a que se quede en casa. Pero dentro de unas décadas, la propia casa será el centro de trabajo para la mayor parte de las ocupaciones. ¿Cómo lograrán entonces los sindicatos que las huelgas generales triunfen cuando, como ahora, la inmensa mayoría de la población se niegue a secundarla? La verdad es que no lo sé; me gustaría pensar que el progreso técnico hará que ese instrumento tan antiobrerista como son las huelgas generales (e incluso, por qué no, los sindicatos) quede por siempre obsoleto. Pero lo más probable es que se busquen (y se encuentren) nuevas artimañas para seguir justificando el parasitismo de la clase sindical sobre el resto de la sociedad.

Por ejemplo, se me ocurre un modo de trasladar al futuro los utilísimos instrumentos actuales de imponer servicios máximos y de bloquear el acceso al centro mediante piquetes, esto es, de cortar las vías de comunicación y de apalear a quienes no secunden la huelga.

Para cortocircuitar nuestras comunicaciones, bastaría con que nuestros exaltados sindicatos arrancaran los cables de fibra óptica o negociaran con el Gobierno para que obligara a las empresas proveedoras a limitar enormemente la velocidad de navegación o, simplemente, a restringir el acceso diario a un número máximo de conexiones (aun así las llamarían "conexiones mínimas", no se preocupen). Para sustituir a los piquetes del pegamiento, la masilla y la silicona, podrían recurrir a propagar algún virus durmiente que se activara el día de la huelga y destruyera el equipo informático en caso de que el trabajador quisiera utilizarlo.

Desconozco si la sociedad estaría dispuesta a tragar con semejantes tretas. No sé si en tales circunstancias los sindicatos podrían hablar exultantes de que el "seguimiento masivo" de la huelga demuestra que la sociedad los respalda. Lo que sí sé es que hoy deberíamos observar los "servicios máximos" y los piquetes antiproletarios como lo que son: un corte general de las comunicaciones y una inoculación de amenazantes virus en los centros de trabajo. Y todo, claro, con la complicidad del Gobierno de la nación, esa institución presuntamente formada para defender las libertades de los ciudadanos pero que se ha convertido en uno de sus mayores conculcadores.

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